Philosophicus; 17 - 06 - 2013
Por: Michael Hoexter
Una
sociedad industrial o post-industrial, que constituye una civilización fundada
en una división del trabajo compleja que se extiende por una red de regiones
metropolitanas conectadas entre sí y con ciudades de menor tamaño y áreas
rurales, precisa de ciertos tipos de bienes y servicios que hagan las veces de
conectores para mantener la sociedad y la economía en funcionamiento y
cohesionadas. A diferencia de los bienes que se compran y venden en los
mercados, estos bienes conectivos o mediadores a menudo no son objeto de interés
mercantil por parte de quienes los utilizan o sacan algún tipo de provecho de
los mismos. Sin embargo, los teóricos sociales y políticos influidos por los
axiomas del pensamiento económico neoclásico consideran que estos bienes deberían
ofrecerse a través de mercados y que los ciudadanos deberían pagar directamente
por ellos como hacen en las demás transacciones mercantiles. Cuando estos
axiomas pasan de la teoría a la práctica sin que haya un compromiso social y
político ni una presión ciudadana suficientes en pro de provisión pública de
estos bienes y servicios, entonces los individuos aislados y las empresas tienden
a actuar de forma oportunista tratando de evitar pagar por los bienes y
servicios conectivos que constituyen el armazón de la sociedad moderna. Un
armazón básico del que a menudo no hay una clara conciencia cotidiana. Aun
cuando no existan mercados privados estables para la mayor parte de bienes y
servicios conectivos, éstos hacen las veces de “intermediarios” fundamentales
para la existencia y mantenimiento de algo parecido a lo que consideramos una
civilización, una sociedad compleja habitable con una economía robusta.
El Estado
es con diferencia el mayor proveedor y financiador de estos bienes y servicios,
los cuales en primer lugar hacen posible la existencia misma de las comunidades
locales, regionales y nacionales; hacen posible la existencia de una sociedad
post-tribal y, por ende, como va dicho, de una civilización y una economía
complejas. En los últimos tiempos hemos podido observar que el crecimiento y
los éxitos basados en el trabajo de voluntarios de los que han alardeado
diversos emprendedores sociales y líderes de organizaciones no gubernamentales
está fundamentalmente vinculado a la voluntad cambiante o al interés económico
de ciudadanos privados y de inversores que deciden realizar donaciones para
esas causas. A la vez que esto ocurre, algunas funciones de mediación menos
glamurosas se colapsan por las sucesivas crisis en sociedades crecientemente
despojadas de bienes públicos y de financiación estatal. Los emprendedores
sociales y muchas de las organizaciones sin ánimo de lucro se concentran
fundamentalmente en los servicios conectivos más telegénicos o “vendibles”,
capaces de atraer inversiones de una nueva clase de inversores sociales o filántropos
caritativos, en vez de en los servicios conectivos mundanos proporcionados por
el Estado. Si estos servicios conectivos básicos obtuvieran la mayor parte o la
totalidad de su financiación de los filántropos caritativos o de los
emprendedores sociales capitalistas nos hallaríamos por completo en un sistema
neofeudal en el que los servicios públicos estarían directamente sujetos al
capricho e intereses de la élite más adinerada. Desafortunadamente, la hipótesis
de terminar en un sistema neofeudal no es por completo imposible en el actual
estado de cosas.
De entre
las funciones conectivas hay algunas de muy evidentes, como las
infraestructuras construidas y/o mantenidas por el Estado, las cuales
constituyen conexiones físicas entre los componentes de la sociedad y facilitan
que las personas interactúen físicamente entre sí y pueden disponer de bienes y
servicios que necesitan. A veces esto significa crear o mantener “plazas
centrales”, como las plazas públicas de los pueblos, los mercados públicos de
abasto, los parques o los centros comunitarios de las ciudades, aunque hoy
muchas de estas plataformas comunes están constituidas por centros comerciales
cuya explotación y propiedad son enteramente privadas. A medida que las
sociedades ampliaron su alcance y desarrollaron su actividad comercial con
socios comerciales lejanos, se hicieron más necesarias infraestructuras comunes
como carreteras y puentes, y más recientemente en muchos países se ha
considerado que es necesario un sistema de transporte público eficaz accesible
a la mayoría de la gente.
Si este
tipo de conexiones estuvieran enteramente bajo el control de empresas guiadas únicamente
por el beneficio, como en los sólitos intentos de las últimas décadas, éstas
tendrían la capacidad de estrangular la economía a voluntad mediante el
ejercicio de su poder monopolista. La “economía de peaje” resultante sería
propiamente neofeudal, con los propietarios de las infraestructuras fijando
peajes sobre el comercio y la sociedad en su conjunto exactamente igual que
hacían los señores feudales siglos atrás. Por eso, en el exitoso modelo
económico mixto desarrollado durante el siglo XX, el Estado ha sido el
proveedor, propietario y operador más habitual de las partes fundamentales de
las infraestructuras sociales, de los lugares “mediadores” que conectan las
propiedades privadas de personas y empresas. El modelo económico mixto fuerte,
propio de las democracias sociales europeas, Australia, los Estados Unidos de
mediados del siglo XX y Canadá, con un Estado que regulaba el sector privado y
proporcionaba la mayor parte de los servicios vitales, es de hecho el único modelo
apreciable que han dado una sociedad y economía industrial y post-industrial complejas.
En el mundo desarrollado, cualquier alejamiento de este uno modelo económico mixto
fuerte aboca necesariamente a experimentos sociales especulativos a gran
escala, si bien muchas de las acciones que han significado un alejamiento de
este modelo casi nunca se han presentado abiertamente como tales.
Las tan
alabadas fuerzas del mercado en sociedades complejas producen relaciones personales
con un grado de anonimidad característicamente “moderno” que han eliminado algunas
de las relaciones de dependencia y de asistencia mutua asociadas a la vida de
las pequeñas comunidades y la familia extensa. Las relaciones de mercados son
necesariamente contingentes en razón de los precios variables y,
consiguientemente, los deseos del comprador por un producto servicio varían con
el tiempo de acuerdo con la oferta y son por definición inconstantes: cuando el
potencial comprador considera que sus preferencias no serán satisfechas al
precio deseado con un potencial vendedor, acude a otro. Cuando el servicio ofrecido
es el trabajo de un individuo, éste a menudo debe venderse para encontrar un
empleo o para tener alguna ventaja para conseguir un empleo mejor, a veces
trasladándose físicamente lejos de la red tradicional de apoyo en la que
creció. A causa de la anomia y del desplazamiento físico inducidos por las
relaciones de mercado hemos podido observar una tendencia al crecimiento de las
burocracias y de los empleados públicos, cuya finalidad es la de proporcionar
los servicios conectivos necesarios, y que son vistos por la mayor parte de la ciudadanía
como un “bien” o como un “mal” necesario para suplir las funciones que antes ejercían
las familias y las relaciones más o menos espontáneas de las comunidades.
La
disputa actual en Estados Unidos acerca de los niveles de beneficio y de los
mecanismos de control de sistema de pensiones de la Seguridad Social es uno de
los ejemplos más fundamentales y conmovedores del papel del Estado en la
provisión de servicios conectivos (así como en la provisión de la liquidez
necesaria en sectores sociales carentes de demanda) en una economía de mercado.
Una economía de mercado tiende a socavar el apoyo a las redes de la familia
extensa en el caso de muchos de los tienen que vender su trabajo para vivir, así
como para pequeños empresarios que no obtienen suficientes ingresos de sus
propiedades o negocios como para permitirse emplear o ayudar a su familia
extensa. El mercado de trabajo en una economía de mercado avanzada o
internacionalizada requiere individuos con una movilidad tal que sobrepasa la
capacidad de apoyo físico que pueden ofrecer las redes familiares. Los más
jóvenes deben alejarse de sus familias en busca de una oportunidad laboral o
para lograr una mayor realización personal, a veces incluso fuera de las
fronteras del propio país.
En este
contexto, las personas mayores con dificultades para valerse por sí mismas a
menudo deben pagar por bienes y servicios que antaño proveían familiares más
jóvenes (o que simplemente no les proporcionaba nadie, llegándose a situaciones
de miseria y sordidez dickensianas). Un sistema público de pensiones constituye
un mecanismo de compensación de las muy distintas realidades del mundo social y
de las trayectorias vitales de ingresos y capacidad de ahorro del trabajador
medio, que cada vez gira más alrededor de la necesidad de obtener recursos
monetarios, puesto que en el contexto actual las personas mayores deben comprar
los bienes y servicios que necesitan en vez de vivir por completo en la red de reciprocidad
desmonetizada de una familia extensa. Hoy no se puede vivir en una economía de mercado
sin movilidad laboral y redes familiares extensas debilitadas; al fin y al cabo
un sistema de pensiones de jubilación públicamente garantizadas que permita
cubrir los gatos básicos de las personas mayores constituye una solución
compasiva y civilizada que facilita que no dependan de la buena suerte, de la
riqueza o del grado de cohesión de cada una de las familias.
Inspirándose
en la esquemática teoría social y económica de la economía neoliberal de corte “austríaco”,
la política neoliberal de los últimos 40 años ha idealizado el mercado y
demonizado el Estado, llegando en la actual coyuntura de crisis post-financiera
a propugnar una austeridad que vacía de contenido el papel del Estado en la
sociedad y la economía. Con un desmedido ataque contra las funciones conectivas
del Estado en la sociedad por medios propagandísticos y aplicando cambios en
las políticas públicas, los neoliberales y su facción libertariana más idealista
han actuado como agentes promotores de una “enfermedad degenerativa” crónica que
“consume” las funciones conectivas del Estado y del conjunto de la sociedad.
Hoy vemos los efectos de estos ataques, a medida que las infraestructuras
físicas y sociales se desmoronan bajo el falso argumento de que no existen
suficientes recursos financieros para satisfacer esas necesidades sociales
fundamentales.
El
presente ataque político orquestado sobre la base de los inasumibles costes del
suministro de estos bienes y servicios conectivos parte del supuesto de la
existencia de un orden social utópico, cuyos defensores casi nunca proponen de
una forma abierta y articulada para que pueda discutirse. Este orden social
fantasioso tendría el dinamismo y la movilidad de una economía de mercado y, a
la vez, una cohesión familiar tradicional propia de una sociedad tribal. Algo
que es físicamente imposible e históricamente inédito.
Empatía y solidaridad
humanas
La
conectividad surgida de las provisiones gubernamentales de bienes y servicios
no tiene una función meramente económica sino que también coadyuva al
desarrollo de aspectos fundamentales de la socialidad humana, en el que la
cooperación y la competición son componentes necesarios. La teoría económica
neoclásica convencional ignora por completo la socialidad y la cooperación
humanas. En caso de detectarlas, las admite como meras incrustaciones sobre un
ser concebido como fundamentalmente aislado y competitivo, supuesto este último
en el que deben basarse todas las explicaciones de los fenómenos sociales y
económicos humanos.
Sin
embargo, contrariamente a estos supuestos de la teoría económica neoclásica hegemónica,
la capacidad humana para la empatía y la solidaridad social que resulta de la misma
son fundamentales para comprender las complejas sociedades y economías que construimos.
La aportación del Estado a la economía no consiste sólo en la imposición de normas
desde arriba para encauzar o restringir las acciones de individuos de
naturaleza supuestamente rebelde y asocial, sino en la expresión de los lazos y
la conectividad entre humanos –convertidos hoy en interacciones más
impersonales– y en una sociedad en la que necesariamente existen relaciones
entre personas que tienen un conocimiento mutuo directo.
En
ciertos ámbitos de la izquierda y la derecha políticas se concibe el Estado
como una imposición sobre una especie de comunidad pre-estatal orgánica, lo
cual da pie a considerar que las funciones estatales no reflejan la expresión
de los deseos de los gobernados sino que se trata de algo bien meramente
opcional, bien de la pura aplicación de la voluntad de los gobernantes. Muy al
contrario de lo que suponen estas dislocaciones anarquistas ínsitas en el pensamiento
contemporáneo de la izquierda y la derecha, la evidencia histórica no nos
ofrece ejemplos de civilizaciones duraderas que hayan carecido de estructuras
estatales, incluso en el caso de que una minoría de las mismas tenga elementos
que puedan parecernos utópicos o ideales.
Las
disputas políticas contemporáneas acerca de la naturaleza del Estado y de su
papel en la economía en gran parte pueden reducirse a algo tan concreto como si
las partes contendiente creen o no creen que la empatía es algo importante para
el funcionamiento de una sociedad y si, por eso mismo, debe ser objeto de
atención. La derecha política tradicional concibe la empatía, excepto en
circunstancias extraordinarias, como un signo de debilidad o como un fenómeno
que ocurre puramente en la “esfera privada”, tradicionalmente circunscrito al
ámbito del hogar familiar y marcadamente “femenino”, vinculado a la noción (misógina)
de que la feminidad tiene un valor inferior a la masculinidad. Los movimientos
más identificados con la izquierda han tendido a luchar en favor de dar un
papel relevante a la empatía en relación con las necesidades básicas y la
solidaridad humanas en la esfera pública, centrándose en gran medida en la
preocupación por la igualdad de derechos y en “tratar a los demás como nos gustaría
que nos trataran”. En cambio, la derecha a menudo ha aprobado la crueldad como signo
de firmeza o de lealtad a una causa, dejando espacio para la empatía sólo en el
contexto de los rituales de hermanamiento místicos entre la mayoría de los
hombres o entre un líder y sus seguidores.
A pesar
del cúmulo de ideales atractivos que ofrece, un problema que ha tenido la
izquierda al defender la virtud como algo opuesto a la derecha obsesionada con
la crueldad y refractaria a la empatía ha sido caer en perversiones desastrosas
de sus ideales, particularmente en sociedades en las que los revolucionarios de
izquierdas han derrocado al corrupto ancienrégime. La ausencia de una
teoría efectiva sobre cómo funciona el Estado en la caja de herramientas
teórica de la izquierda (tampoco aquí la derecha tiene demasiadas respuestas) ha
conducido, entre otras cosas, al Terror tras la Revolución francesa y a la
quiebra de la mayor parte de regímenes comunistas que emergieron durante el
siglo XX para construir una “buena sociedad” que tuviera la legitimidad
política y económica necesaria otorgada por los gobernados. La derecha ha
sacado provecho de las políticas represivas y con resultados políticamente
desastrosos de las revoluciones autoproclamadas de izquierda utilizándolas como
la imagen de una “cabeza de Medusa”, símbolo del horror, para amedrentar a los políticos
y a los ciudadanos acerca de la mera posibilidad de considerar que la empatía y
la solidaridad humanas deben constituir valores de la esfera pública. La
derecha ha tratado de embellecer la percepción de los viejos regímenes
aristocráticos y oligárquicos para socavar los esfuerzos de la izquierda en
tratar de mostrar las bondades de sus propuestas reformistas y revolucionarias
para transformar la sociedad para mejorarla. El mensaje de la derecha ha consistido
básicamente en: “mejor dejar las cosas como están”.
Si bien
en las democracias occidentales la izquierda se ha orientado hacia reformas que
muy poco han tenido que ver con la formación de regímenes totalitarios bajo el
comunismo, no es menos cierto que la izquierda contemporánea, para
contrarrestar esa imagen distorsionada, no ha desplegado una contraofensiva de
calado basada en una concepción nueva y realista sobre cómo deberían funcionar
la sociedad y el Estado. Esto ha llevado a 40 años de intentos de constituir
una “tercera vía” o una teoría de la gobernación y de la regulación de la
economía supuestamente superadora de las diferencias entre izquierda y derecha.
La táctica de la “tercera vía” en la mayor parte de las ocasiones ha
significado una estrategia intelectual de triangulación o “combinación a la
carta” de un “centrismo” cada vez más huero.
La utopía oculta del
neoliberalismo
A finales
de la década de 1970 se produjo una reacción derechista contra los movimientos izquierdistas
que impulsaron el cambio social en las décadas de 1960 y 1970, una reacción que
muchos han calificado como “neoliberalismo”. El neoliberalismo se sacudió de
encima –al menos aparentemente– parte de la imagen negativa de la vieja derecha
racista y xenófoba, y se presentó como defensor de la libertad individual
contra las tendencias existentes, tanto en los estados comunistas como en los
estados sociales y de bienestar occidentales. El neoliberalismo se convirtió en
el primer movimiento “internacionalista” de derecha desde el final de la
Segunda Guerra mundial y la quiebra de la alianza fascista de las décadas de
1930 y 1940.
Durante
un periodo de alrededor de dos décadas, el neoliberalismo fue ganando terreno
como ideología entre la élite política gracias a la combinación de diversos
factores muy propios de esa era. En la década de 1970, el consenso “liberal” de
impronta keynesiana había quedado seriamente comprometido moral y políticamente
tanto en el ámbito nacional como en el internacional. La legitimidad moral y
política de los líderes del “Estado de bienestar-militarista” estadounidense,
país que lideraba la alianza militar occidental, se estaba viendo seriamente socavada
por la guerra de Vietnam. Una serie de guerras post-coloniales de liberación
nacional y de guerras de guerrilla contra regímenes impuestos por Estados
Unidos o por antiguas potencias coloniales pusieron en evidencia la incapacidad
de contener la fuerza de las dinámicas de autodeterminación política y
económica de esos pueblos no occidentales mediante el modelo keynesiano de
post-guerra. El embargo de petróleo promovido por la Organización de Países
Productores de Petróleo (OPEP) en 1973, el aumento de los precios del crudo y
el declive de la producción de los campos petrolíferos estadounidenses fueron
las causas fundamentales del periodo de estancamiento económico e inflación, o
de “estanflación”.
El debate
sobre la energía, que había sido soslayado por considerarse una vieja pugna
entre keynesianos y anti-keynesianos durante la década de 1930, reapareció con
fuerza en el contexto crítico mundial de la década de 1970.
Las
soluciones que supuestamente debían aportar las políticas keynesianas para
luchar contra la estanflación y el declive imperial, o bien no parecían
funcionar cuando eran aplicadas por políticos que ya no recordaban con claridad
las grandes crisis financieras de las décadas de 1920 y 1930, o bien eran
desechadas por quienes tenían una filosofía por principio contraria a la
solución keynesiana de mayor activismo estatal en tiempos de recesión
económica. En Estados Unidos, el “liberalismo” y los radicales de izquierda
dejaron de centrarse en un programa económico y en una concepción de una
sociedad cualitativamente “mejor” en términos económicos. La izquierda moderada
y radical occidental se centró cada vez más en una estrategia de mera
redistribución más igualitaria de los recursos políticos, sociales y económicos
existentes entre los nuevos agentes políticos (mujeres, minorías étnicas,
países menos desarrollados, homosexuales) y la elite blanca euroamericana
dominante, partiendo del supuesto que la “sociedad próspera” ya existente podía
ampliarse aún más o sus beneficios distribuirse de un modo más justo. En la
izquierda liberal se veía como un asunto secundario desarrollar un programa
político para la sociedad en su conjunto que integrara los aspectos políticos y
económicos. La izquierda “liberal” institucionalizada de Estados Unidos acabó caracterizándose
por centrase sólo en los “otros”, los oprimidos, y no en el asunto del interés propio
como concepto general o aplicado concretamente a los varones euroamericanos “blancos”.
Como
consecuencia de esto, en los países desarrollados no fue la izquierda moderada
la que tomó la iniciativa de desarrollar un discurso político del “interés
propio” dirigido a amplias franjas de la población, sino que apareció una nueva
y minoritaria izquierda radicalizada escindida de la anterior que trataba de
resucitar la noción de una clase trabajadora radical o revolucionaria que en
muchas sociedades desarrolladas, y particularmente en Estados Unidos, ya no se
reconocía a sí misma en este discurso. Entonces, el campo político-económico quedaba
abierto a una posible redefinición de un interés propio socialmente aceptable
que nominalmente fuera independiente de la raza, la etnia o el sexo. Y en ese
campo abierto entró sin encontrar resistencia la derecha con su ideología
neoliberal.
Aparecieron
diversas teorías económicas, que conformaron el “fin empresarial” de las recomendaciones
de política neoliberal, que sugerían que disminuir la presión fiscal sobre los ricos
y relajar las regulaciones estatales impulsaría el crecimiento económico y
también, en las proyecciones voluntaristas de la primera versión de la teoría
de la oferta, paradójicamente aumentarían los ingresos fiscales globales. El
modelo de individuo de la teoría política y económica neoliberal era el del
emprendedor o inversor al que debía dársele la mayor “libertad” posible,
entendida ésta como ausencia de intervención del Estado o de influencia sobre
sus procesos de toma de decisión económicos. Según el neoliberalismo, la
institución que debería gobernar la sociedad era “el mercado”, el área social
en la que interactuaban los actores homónimos guiados por el interés propio. Un
área que debía estar "libre" de intervención o apoyo estatal de
cualquier tipo.
Los
políticos neoliberales también buscaron trabar alianzas con conservadores más tradicionales
con quienes compartían un enemigo político común, la vieja y la nueva
izquierdas, que en su mayor parte se identificaban con las corrientes
socialdemócratas y del marxismo en la Europa occidental o con distintas
versiones de “liberales” en Estados Unidos. Los conservadores tradicionales o
“sociales” de Estados Unidos tenían su base en áreas del Sur, Medio-Oeste y
Este, en las que los cristianos fundamentalistas tuvieron un resurgimiento, que
en parte también se explica como reacción a las revueltas de las décadas de
1960 y 1970.
Aunque
los conservadores sociales no estaban tan interesados en los aspectos
económicos como los neoliberales, ambos compartían el rechazo y la oposición a
los rápidos cambios habidos en las normas culturales relativas a la libertad de
expresión individual, la sexualidad, los métodos de reproducción y el vestido,
todos ellos efectos profundos y duraderos de las revoluciones sociales y
políticas de las décadas de 1960 y 1970.
La
síntesis neoliberal resultante quedó claramente expresada por Margaret
Thatcher, recientemente fallecida, cuando en una entrevista en el año 1987 declaró
que “la sociedad no existe. Existen hombres y mujeres, y existen familias”.
Mientras que en ese momento la afirmación de Thatcher fue entendida como un
intento político de escorar la sociedad más a la derecha, hoy además perdura
como una afirmación ilustrativa de la filosofía neoliberal. Si se analiza esta
afirmación desde un punto global y psicológico más que como un asunto meramente
polémico, se puede observar que creer en ella lleva necesariamente a una percepción
sesgada y selectiva del mundo y en concreto a una ceguera obstinada acerca de las
actividades conectivas que realizan el Estado y otras instituciones sociales.
El comentario de Thatcher –del que posteriormente trató de desdecirse–
expresaba una utopía: que las actividades del Estado no existen o no deberían
existir; sin embargo, siendo éste el objetivo explícito o implícito del
neoliberalismo, las sociedades complejas deben continuar existiendo y prosperando
como lo hicieron en el pasado. Como mal menor, de no poder alcanzarse esa utopía,
un “Estado limitado”, un Estado “mucho más pequeño” de lo que es común en todas
las sociedades industrializadas avanzadas, proporcionaría la misma o mejor
calidad de vida gestionando una menor cantidad de recursos para la realización
de sus actividades y la provisión de servicios a la ciudadanía.
La
concepción del mundo del neoliberalismo es utópica en este sentido puesto que
los neoliberales, así como la versión extrema libertariana del neoliberalismo,
en gran parte toman como “algo dado” los cuantiosos beneficios ya existentes
(para ellos) que les ha proporcionado el Estado y a los que también ha
coadyuvado la compleja sociedad compuesta por un entramado interconectado de
relaciones. Puesto que este es el punto de partida “dado”, no tienen empacho en
proclamar que el propio Estado debe desaparecer o reducirse, dejando atrás sus
efectos. Así, en un ejercicio asombroso de pensamiento mágico o autoengaño racionalizado
(o “splitting”), los neoliberales han llegado a creer que pueden crear una
sociedad “purificada” de residuos estatales a la vez que suspenden el juicio
acerca del Estado, los productos y servicios que provee o sus efectos positivos
(algo así como el gato de Cheshire de Lewis Carroll [que tenía la capacidad de
aparecer y desaparecer a voluntad]). De hecho, en su mayor parte, neoliberales
y libertarianos no desean regresar a una sociedad compuesta enteramente por
redes familiares extensas, lo cual de hecho sería el regreso a una sociedad ribal,
y la mayoría de los que están en la posición hoy hegemónica en la derecha
política no tienen especial interés en que surja un mundo del estilo de Mad
Max.
El neoliberalismo,
al igual que el conservadurismo reaccionario tradicional, evita reconocer el papel
de la empatía en la esfera pública, viéndola como una debilidad o como una
trampa de la que nos liberará la pureza “limpia” del mercado y la competencia.
En la concepción del mundo neoliberal, los individuos actúan motivados por el
interés propio y nadie, incluidos los líderes políticos, realiza nada
interpretable en términos de solidaridad humana u obligación hacia la humanidad
en su conjunto sino que únicamente se mueve por el cálculo auto-interesado. La teoría
política neoliberal definitiva, la teoría de la elección pública de Buchanan,
reduce a la mínima expresión o descarta que el altruismo o la motivación de
carácter común en la esfera pública jueguen papel alguno en las
acciones de los líderes políticos. Uno se pregunta si una teoría como ésta en
la que se basa la economía neoclásica en realidad llega a convertirse en una
profecía autocumplida, pues conduce a concebir las decisiones políticas
motivadas por este único factor. Las personas que con una disposición
psicológica más altruista pueden tender a perder la motivación para participar
en una actividad de servicio público a causa de la corrupción legalizada del
actual sistema público estatal estadounidense.
II
Neoliberales,
libertarianos y derechistas devastan el “tejido conectivo” de la sociedad del
mismo modo que lo hace una enfermedad degenerativa Corporatocracia/plutocracia:
cómo entienden la realidad los neoliberales
Si bien
no cabe duda de que existen “creyentes verdaderos” en el ideal neoliberal que
se reúne en torno al libertarianismo o corrientes afines, también hay que decir
que la mayor parte de la clase política y de la élite gobernante se ha visto
empujada hacia la derecha por el neoliberalismo sin abrazar de un modo franco
la utopía que esconde. Estos “realistas” o “pragmáticos” políticos y económicos
tienden a ver a los creyentes verdaderos en la ideología neoliberal, bien como
gentes que la utilizan como una coartada ideológicamente atractiva bajo la que
esconden una vasta agenda de intereses privados, bien como unos fanáticos que causan
vergüenza ajena cuando muestran unas creencias demasiado fuertes en los ideales
libertarianos. La idea de reducir el gasto en servicios públicos y de disminuir
la regulación del sector privado tiene un poderoso atractivo para los intereses
de grandes empresas y personas adineradas. De hecho, esta idea tiene un
atractivo tan fuerte que el concepto de “libertarianismo”, del que ahora se han
adueñado la mayoría de esos místicos del espectro neoliberal, a los que algunos
llamarían quizá “idealistas”, ya fue acuñado por un lobista estadounidense
a finales de la década de 1940.
Esta
parte idealista un tanto embrollada de lo que se califica como
“libertarianismo” en la práctica pasa por el filtro de la política neoliberal.
No se realiza una oposición a los monopolios y oligopolios, y mucho menos se
desmantelan. El apoyo y el trato de favor del Estado a las grandes
corporaciones no sólo no se reducen sino que a menudo aumentan, se relanzan y toman
nuevos bríos. La idea neoliberal se lleva a la práctica sólo en el caso de que
empuje a un lado a los más vulnerables y los que disponen de menos recursos y
beneficie a quienes son más ricos y poderosos (siempre bajo la cobertura de
políticas que exhiban el ideal neoliberal de un Estado “modernizado” y
“fiscalmente responsable”). Se reducen las cargas fiscales a los más ricos a la
vez que se aumentan las de las clases medias y bajas.
Con menos
controles regulatorios de por medio y con un contrapoder laboral
capitidisminuido, el poder de los ricos aumenta dentro del Estado bajo la
tapadera del ideal de “mercado libre”.
Lo que
resulta de todo esto ha sido calificado utilizando distintos términos, pero el
uso conjunto de “corporatocracia” y “plutocracia” describe muy bien el
resultado: un Estado comprado e informalmente gobernado (y en algunos casos
incluso formalmente) por los más ricos y por las grandes empresas. Puede verse
como una forma particular de oligarquía, con una presencia fluida de la clase
de los oligarcas en el Estado y en la economía nacional como no se había visto
desde la etapa de las familias latifundistas de Centroamérica a finales del
siglo XIX y principios del XX. En algunos casos, como la privatización de
escuelas con financiación pública, de funciones militares, prisiones e
infraestructuras, el Estado también gobierna a través de grandes empresas
privadas. La etiqueta “corporatismo” se utiliza a veces para describir la
“corporatocracia” (aunque en su sentido original en la ciencia
política no describía el gobierno de las grandes empresas y la
plutocracia).
Así,
cuando se habla sólo de corporatocracia (o “corporatismo”) no se capta por
completo el papel de los más ricos
actuando básicamente en su propio interés privado y no necesariamente en
concurso con aquellos que pertenecen a grandes empresas y que modelan la agenda
de los legisladores. Aquí la palabra “oligarquía” o la expresión “oligarquía
incipiente” serían adecuadas pero no lo suficientemente precisas. La actual
receptividad de los líderes políticos a los caprichos de los más ricos y la
veneración hacia los mismos queda mejor recogida en el término “plutocracia”, el
gobierno del dinero y de los ricos. De modo que, aunque quizá no sea la
expresión más adecuada en esta época de eslóganes políticos simples, es más
preciso hablar de una “corporatocracia-plutocracia” o de una “oligarquía
corporato-plutocrática emergente”. Aunque pueda ser ocasionalmente aceptable,
decirlo de un modo menos preciso transmite al receptor una vaga sensación de
“es un mal sistema/cosa que al que habla/escribe parece que no le gusta”.
La predilección
neoliberal por el aparato coercitivo estatal
Aunque
dentro del neoliberalismo haya disputas, lo cierto es que la gran coalición de
fuerzas derechistas que ha impulsado la agenda neoliberal generalmente ha dado
apoyo implícita o explícitamente a la construcción de un Estado de seguridad
nacional de grandes proporciones.
No deja
de resultar paradójico que ciertas corrientes del neoliberalismo defiendan esta
posición a la vez que sostienen aguerridamente su oposición a cualquier forma
de “coerción” estatal.
Habiendo
heredado un aparato militar y de seguridad procedente del keynesianismo militar
de la Guerra Fría, los primeros líderes influenciados por el neoliberalismo
(Pinochet, Reagan, Thatcher) apoyaron sin fisuras el refuerzo y utilización de
la fuerza militar para el logro de fines políticos y económicos que
favorecieron a las élites políticas.
Aunque
Obama cimentó su oposición electoral en la campaña presidencial contra su predecesor
neoliberal republicano, Bush Jr., a partir de su temprana oposición a la
segunda guerra de Irak, al ejercer de presidente de Estados Unidos ha
continuado reforzando el sector de la defensa nacional en lo que se refiere a
acciones militares encubiertas, desconsideración por los derechos humanos y
libertades civiles y vigilancia de la población de su propio país.
Puesto
que los líderes neoliberales han exhibido distintos grados de connivencia con
el uso de fuerzas coercitivas, la estrecha relación entre autoritarismo y
neoliberalismo parece un sarcasmo pero en cambio constituye un vínculo real,
históricamente presente en todos los desarrollos de políticas neoliberales. En
la realidad histórica del neoliberalismo, la llamada al ejercicio de un ideal
de “libertad” en condiciones de ausencia absoluta de restricciones va de la mano
de prosternarse ante la autoridad cuando ésta viste de uniforme, habla en tono
severo y dirige su poder destructivo contra aquellos que carecen de propiedades
o tienen la condición de marginados en una comunidad cultural o nacional
particular.
La
filosofía aparentemente universalizadora del neoliberalismo, que basa su
atractivo intelectual y su autoridad moral en la idea de que defiende la
libertad a ultranza, en particular la libertad individual, evidencia su
inconsistencia fundamental cuando se contrasta con las acciones reales de los
neoliberales una vez alcanzan el poder político. La raison d’être del neoliberalismo
(la defensa de la libertad) se revela entonces más como una “creencia de conveniencia”
de la mayoría de los neoliberales, como cuando utilizan el poder político y
militar para alimentar sus agendas personales o cuando dan prioridad absoluta a
las agendas económicas de sus patrones políticos. Incluso los “libertarianos”,
que deploran la “coerción” estatal, dedican una cantidad ímproba de sus
energías a denostar los impuestos mientras a menudo soslayan o minimizan el uso
y el abuso de la fuerza militar, así como las violaciones de los derechos
civiles tanto en su propio país como en el exterior. La libertad fundamental
por la que se preocupan libertarianos y neoliberales es la libertad para poseer
cosas y para ejercer los derechos de propiedad privada del modo más expansivo
posible. Puede sostenerse razonablemente que la mayoría de los libertarianos son
“propietaristas”, centrados básicamente en las amenazas reales e imaginarias
contra la posesión privada de propiedades. /La “libertad” se convierte entonces
en una excusa ideológica para la codicia y la avaricia.
El velo neoliberal
sobre la codicia
El
“misterio” de la predilección neoliberal por los aparatos coercitivos y de
vigilancia estatales se convierte en algo mucho menos enigmático cuando
comprendemos que, en términos “pragmáticos”, los ideales neoliberales operan en
la realidad como un mecanismo de penetración para lograr el control empresarial
y plutocrático del Estado. A medida que aumenta la desigualdad social, política
y económica, la defensa de los grandes conglomerados empresariales privados se
torna más dependiente de las tácticas coactivas para mantener a raya a los
adversarios, incluyendo en este propósito cualquier intento político, por
improbable que fuera su eficacia, de controlar y/o redistribuir las propiedades
acumuladas por los más ricos y las grandes empresas. Cuando las “reglas del
juego” se amañan cada vez más para el único provecho de los que ya son ricos, a
los que carecen de recursos sólo les quedan las opciones de la protesta
política en pos de la redistribución de los recursos o el camino mucho menos deseable
de la criminalidad.
Por eso,
en la práctica, a pesar de todas las distracciones filosóficas ofrecidas por
los que profesan interés por la libertad, el neoliberalismo funciona como una
justificación ideológica para el ejercicio de los poderes político, policial y
militar en favor de los intereses de los grandes propietarios y, en los países
más ricos, de los intereses financieros y empresariales.
Ocasionalmente,
hay libertarianos de derecha que llaman la atención de un modo coherente sobre
las violaciones de las libertades civiles, pero lo cierto es que cuando se
producen conflictos entre los derechos de propiedad privados de los ricos y
aquellos que carecen de riqueza, los neoliberales y la mayoría de libertarianos
se ponen del lado de las políticas que favorecen a los que viven holgadamente.
Entonces, el neoliberalismo en la práctica se proyecta en series históricas de
filosofías político-económicas de “laissez-faire” que han hecho las veces de
cobertura ideológica para la élite capitalista gobernante que buscaba, por la
vía del libre comercio y del mercado libre, abrir el mundo entero a la mayor
explotación posible, que antaño beneficiara a la mayor parte de los
euroamericanos y hoy también favorece a una élite gobernante más
“multicultural” e internacional obsesionada con satisfacer sus insaciables intereses
como propietarios.
Clinton, Blair,
Obama: la falsa “izquierda” neoliberal
El
neoliberalismo ha visto algunos de sus mayores triunfos en la difusión de su ideología
en la sociedad cuando de forma temporal ha logrado librarse de la imagen de
derecha reaccionaria tradicional de la que procedían sus primeros líderes. Los
primeros líderes neoliberales, Reagan, Pinochet y Thatcher, retenían todos los
atributos de la derecha autoritaria tradicional en su estilo de discurso y en
las preferencias que expresaban y representaban. Esto contrataba tanto en el
aspecto como en las formas con los líderes de partidos izquierdistas que de
algún modo se acomodaron o adoptaron por completo el marco de referencia
ideológico políticoeconómico neoliberal. En la década de 1990, Bill Clinton y
Tony Blair aportaron una imagen más juvenil y atractiva, la de la generación
del baby boom, cuando en realidad estaban apoyando el avance del mercado
en la economía y vendían el modelo de la economía dominada por las finanzas y
las grandes empresas privadas como patrón extensible a toda la vida social.
Clinton, y hasta cierto punto también Blair, era conocido por su capacidad para
“sentir tu sufrimiento”, para demostrar teatralmente empatía por los demás sin
por ello cuestionar lo más mínimo los fundamentos de la concepción neoliberal
de la sociedad.
A pesar
de la proximidad de la concepción de Clinton de la economía con la que tenía la
derecha, ésta llevó a cabo una campaña feroz de ataques personales contra él y
su administración. En cierto sentido, la derecha volvió a destilar el odio del
conservadurismo social y cultural de la década de 1960, una década que había
moldeado superficialmente algunas de las preferencias culturales de Clinton y
que se reflejaron en algunos aspectos menores de sus políticas. Esos ataques
despiadados de la derecha distrajeron a la prensa y a la ciudadanía acerca de
las similitudes existentes entre las políticas de Clinton y las de sus
predecesores republicanos. Las andanadas culturales contra la falsa “izquierda”
neoliberal acabaron teniendo una función muy valiosa para poderosos intereses
político-económicos como los de los sectores de las finanzas, los seguros y el
inmobiliario. Bajo la apariencia de grupo atacado por los adversarios (Q.E.D.:
“tiene que ser de izquierda si le está atacando la derecha”), la aparente
afinidad de la izquierda neoliberal con la oligarquía financiera en fase de
crecimiento acelerado podían disimularse por su caracterización en términos
generales como “progresista”.
Clinton,
bajo la influencia de Wall Street, quedó fascinado por el sector financiero y
su aparente sofisticación al rechazar la ley Glass-Steagall que habría
mantenido el sector financiero embridado durante 60 años, poniendo así las
condiciones para que se produjera la crisis financiera global de 2007-2008. Fue
en esta era en la que se institucionalizó la monstruosidad de la compra-venta
de derechos de emisión como instrumento fundamental de la política de lucha
contra el cambio climático, que a día de hoy es y previsiblemente va a ser el
mayor desafío que va a afrontar la humanidad. La “izquierda” impostora se
convirtió en un “alter ego” político muy conveniente para que el sector financiero,
tradicionalmente asociado con la derecha, aumentara considerablemente su poder
político-económico.
Lo que es
más importante, los resentimientos personales y las diferencias entre los
marcadores culturales de los dos grupos neoliberales han originado un discurso
político ficticio que los medios de comunicación han alimentado sin descanso,
en el que “derecha” e “izquierda” se distinguen por rasgos identificadores
culturales superficiales y el contenido de los desacuerdos a menudo queda
circunscrito a diferencias insignificantes sobre asuntos que exacerban la división
cultural pero no que no afecta a lo fundamental de la dinámica
político-económica. El choque cultural entre las dos “alas” del neoliberalismo
se presenta como una diferencia que afecta al meollo del asunto; verlo así
contribuye a ocultar la percepción del avance de la capacidad de influencia y
control de la élite plutocrática y empresarial sobre el Estado y sobre la
economía.
Si una de
las funciones que tiene el neoliberalismo para las élites financieras y
económicas consiste en crear un velo ideológico que disimule la codicia de los
ricos, los bancos y las grandes empresas, la importancia de la “izquierda”
neoliberal queda mucho más clara, puesto que tradicionalmente la izquierda ha
defendido a los menos pudientes y a los oprimidos. Si las formaciones políticas
que antes eran de izquierda también adoptan una orientación política y una
forma de expresarse neoliberal –algo que en las dos últimas décadas ha ocurrido
a ambos lados del Atlántico–, entonces esto significa que la función
encubridora del neoliberalismo ha sido “perfeccionada” de varios modos: los
neoliberales de “izquierda” pueden “adornar” la avaricia y la codicia con
atuendos de empatía, preocupaciones morales y retórica altisonante.
Además,
como se ha dicho anteriormente, los conflictos políticos entre las dos marcas
del neoliberalismo fomentan la distracción acerca de su acuerdo fundamental
sobre los asuntos básicos de política económica, aumentando así la opacidad del
velo sobre la codicia de los grupos gobernantes.
Obama hasta la fecha
o la apoteosis del neoliberalismo
A pesar
de que la mayor parte de sus iniciativas gubernamentales y su filosofía
política han sido de derechas, a ojos de los medios de comunicación el actual
presidente de Estados Unidos, Obama, ha funcionado casi a la perfección como un
sucedáneo de la “izquierda”.
Durante
su mandato, el simulado choque entre derecha y pseudo-izquierda ha llegado a
tal extremo que obscurece por completo el proceso de consolidación de los
miembros clase plutocrático-corporativa como gobernantes de facto de Estados
Unidos. La derecha liberal de Estados Unidos ha mostrado un extremismo
ideológico tan furibundo que ha tratado las tímidas incursiones de Obama en el
campo de las reformas legislativas favorables a las grandes empresas como si se
trataran de una peligrosa política progresista, lo cual ha dado pie a que los
medios de comunicación hayan transmitido la disputa política básicamente como
un asunto de choques culturales y de personalidad.
La imagen
que transmite Obama de actitud amansada, bien parecido, con una familia de apariencia
normal, antecedentes africanos y una biografía individual exótica ha funcionado
como una especie de pantalla sobre la que, con una libertad alarmante,
proyectan sus idealizaciones o sus estereotipos furibundamente negativos tanto
sus como sus oponentes nominales. Esto ha llevado a que la agenda de
orientación relativamente neoliberal de Obama haya pasado desapercibida para la
prensa convencional, puesto que sus informaciones básicamente se han centrado
en la condena o la idealización de Obama como líder o como persona, y apenas se
han referido a la relevancia de sus propuestas.
El
indiscutible apoyo de Obama a las políticas favorables a las grandes empresas y
a la banca ha quedado perfectamente disimilado tras su retórica ocasionalmente
altisonante y sus blandas iniciativas reformistas, que sus seguidores muy a
menudo lo han entendido como una forma de progresismo pragmático, esto es la
única alternativa “realista”. De talante más reformista que su predecesor Bush,
Obama es fundamentalmente un racionalizador del neoliberalismo, un firme
creyente en que el Estado debe hacer de sirviente de los intereses de las
grandes empresas y estar siempre agradecido a los ricos, tanto por los fondos
que aportan a las campañas electorales como por los impuestos que pagan. Hay
toda una generación de progresistas que sólo pueden recordar las “políticas de
identidad” y las presidencias de la derecha y la pseudo-izquierda que se
sienten demasiado seducidos o intimidados por la personalidad relativamente
compasiva y por la identidad cultural de Obama como primer presidente
afro-americano como para atreverse a criticarlo de forma clara y rotunda. La reticencia
a criticar a Obama no deja de ser una expresión de racismo, como lo es la
tendencia de la derecha a demonizarlo como un “socialista keniano”.
Aunque en
algunas ocasiones Obama despliega una retórica que puede llegar a movilizar a
la población alrededor en torno a una agenda política atractiva, lo cierto es
que el mundo que evoca su lenguaje tiene más que ver con el de un cauteloso
alegato en favor de que cada uno debe mejorar por sus propios medios en vez de
una firme defensa de una mayor solidaridad y acción sociales. Con su reiterado
hincapié en un suave cambio social racional (o “pequeños empujones”, como lo ha
conceptualizado su asesor Cass Sunstein), Obama no hace más que re-evocar las
líneas fundamentales del mundo neoliberal de familias e individuos aislados,
muy a menudo utilizando un tono que recuerda el ambiente cultural de la pintura
de un Norman Rockwell.
El neoliberalismo de
“izquierda”, Obama y la perversión de la empatía
Obama,
por iniciativa propia o ajena, actúa fundamentalmente como un anulador de las
bases electorales progresistas, ya sea de las que le siguen ciegamente en su
estéril acción política que no hace más que reforzar el orden neoliberal o de
aquellas que le critican abiertamente, y que se las margina por ser
consideradas cómplices de la derecha racista desvergonzada. Si en algo ha sido
eficaz, ha sido en disipar por igual las energías de sus partidarios idealistas
y de los críticos progresistas, ambos con las mejores intenciones pero sin
realizar el análisis y la crítica adecuados para ir más allá de la nube de
incertidumbre que ha proyectado sobre ellos y sobre sus deseos de crear un
mundo mejor.
Un mundo
en el que la empatía, y por tanto la solidaridad humana, constituyan un
principio fundamental de acción –algo que considero que es una seña de
identidad de una concepción verdaderamente progresista– resulta ser casi tan
ajeno a Obama como lo es para sus rabiosos adversarios nominales de derechas.
Obama, como ya hicieran Clinton y Blair antes que él, promete a la gente la
“esperanza” de una solución y un mundo mejores cuando en realidad no hace más
que engañarles o reprimir sus nobles impulsos de hacer el bien. Puede que no
sea consciente de actuar como un “triángulo de las Bermudas” de los movimientos
sociales, puesto que nunca aceptaría como dogma de fe la concepción neoliberal
de que “la sociedad no existe”. Puede que sea consciente o no de que,
especialmente en este tiempo de crisis económica y política, él es el líder de
facto de la sociedad estadounidense, pero lo cierto es que habla y actúa como
si el impulso para hacer el bien sólo tenga efecto en ámbitos muy acotados. Más
allá de sus florituras retóricas, Obama actúa como portavoz de la cautela más que
de la acción. Sus esfuerzos reformistas casi siempre han acabado tomando la
forma de alguien que busca el punto medio entre los dos “extremos” del establishment,
uno de los cuales es la izquierda virtual representada por los moderados del
Partido Demócrata.
El
movimiento para crear un mundo mejor se basa fundamentalmente en la empatía
humana y el cuidado mutuo entre las personas y de las futuras generaciones. Los
líderes de la “izquierda” neoliberal como Clinton, Blair y ahora Obama tratan,
consciente o inconscientemente, de desviar los impulsos empáticos de las
personas hacia fines que resulten inocuos para la oligarquía neoliberal, el
poder de las grandes instituciones financieras, las grandes empresas multinacionales
y los individuos extremadamente ricos. Obama es incluso más hábil que Clinton
en la capacidad para absorber el impulso para hacer el bien y redirigirlo hacia
fines que no cambien nada de lo fundamental del actual orden socio-económico
corrupto.
Conectividad: una
cuestión de supervivencia
Cuando
estaba terminando este largo artículo he tenido noticia de lo que me parece una
ilustrativa demostración de la embestida de las últimas décadas contra la
función conectiva del Estado: el hundimiento del puente construido hace 50 años
en la carretera Interestatal 5 sobre el río Skagit, en Washington. Este puente
y la propia Interestatal 5 coadyuvaron a una mayor integración de toda la costa
del Pacífico de Estados Unidos. Hoy resulta que algo que hace un tiempo fue
promovido por el Estado, un Estado gobernado por un partido político
conservador, los republicanos, y que contribuyó a crear lazos más estrechos
entre los estadounidenses mediante la construcción del sistema de
infraestructuras de carreteras interestatales, hoy, digo, es algo que resulta
por completo extraño en la era neoliberal. El que la obsoleta infraestructura de
Estados Unidos se halle en un peligroso estado de deterioro debe atribuirse a
los últimos treinta años de dominio neoliberal en la política del país, así
como a las perniciosas ideas dominantes sobre el papel del Estado y sobre la
gestión de las finanzas estatales que se han derivado de las mismas.
El
neoliberalismo ha llegado a alcanzar una hegemonía tan completa en la política
(europea y) estadounidense y se ha revelado como una ideología
político-económica tan perniciosa cuando gobierna, que puede que hayamos
llegado a un punto cercano al de su colapso, dándose paso así a la lucha para
la creación de un nuevo marco político-económico preferiblemente más igualitario,
basado en la realidad y sostenible a largo plazo. Los desafíos globales que debemos
afrontar, en particular la atenuación del cambio climático y adaptación al
mismo, hacen que la sustitución del neoliberalismo por un marco mejor
constituya un asunto de vida o muerte. Un movimiento real de transición a una
civilización post-carbono requerirá solidaridad social y política mucho mayor
de la que hayamos promovido en el pasado, un tipo de movilización propia de las
épocas de guerra que se prolongan durante décadas, algo que aún no hemos visto
nunca. Necesitamos rediseñar conjuntamente la sociedad y la civilización a una mayor
velocidad para evitar el peor de los mundos, con temperaturas muy elevadas y
serios efectos dañinos sobre especies con las que hemos co-evolucionado y de
las que dependemos (en otras palabras: alimentos). Debemos preocuparnos tanto
de las futuras generaciones como de nosotros mismos, una inquietud que no debe
desviarse ni pervertirse con campañas como la actual de “Reducir la deuda” ni
con “filántropos” de derechas como Pete Peterson que vinculan esas
preocupaciones civilizatorias con unos niveles de deuda pública que en realidad
son relativamente insignificantes en estados que tienen el control sobre su
propia moneda.
Necesitamos
que haya mucho más “tejido conectivo” suministrado por el Estado para avanzar conjuntamente
hacia esta reestructuración fundamental de los sistemas de energía, transporte y
alimentación, a la vez que tratamos de lidiar con la escasez de agua potable y
otros recursos.
La
construcción de redes de transporte y producción de energía que no generen
emisiones de carbono exigirá coordinación tanto dentro del propio país como
entre naciones. Deberá revertirse la tendencia neoliberal a laminar y
“consumir” las funciones conectivas del Estado.
Para
salvarse, la gente deberá cuidar lo suficiente de sí mismos y de los demás.
Para rehacer la economía para que la tierra pueda ser habitable para las
generaciones futuras, la gente deberá otorgar la necesaria legitimidad a un
nuevo contrato social. A pesar de que los neoliberales han despreciado
cualquier tipo de cooperación social distinta de la de los mercados tachándola
de “ineficiente” o “pro-comunista”, tanto ellos como nosotros deberemos establecer
estrechos vínculos de coordinación para sobrevivir en un modo que podamos considerar
humano y en el que quizá no se dispondrá de todo lo que hemos disfrutado en la modernidad.
Tras
juguetear con el asunto del cambio climático durante todo su mandato, en la
actualidad Obama vuelve a manosearlo convocando a la extrema derecha del
Congreso para hablar sobre la negación que ésta hace del calentamiento global
antropogénico. De nuevo, Obama tratará de proyectar sobre el asunto su
concepción neoliberal de que estamos en deuda con los grandes intereses
privados, por ejemplo sugiriendo que carece de sentido pensar en una acción del
Estado independiente de los intereses económicos del sector extractor de combustibles
fósiles y de otros sectores económicos pesados. Es capaz de pervertir este asunto
como lo hace con otros y tratar de embaucar y agotar las fuerzas de la gente
bien intencionada. Debemos persistir en tratar de entender y explicar el mundo
tal como es, y resistir el reclamo de líderes que tratan de desviar nuestros
mejores impulsos hacia los intereses de sus patrones.
Dispondremos
de muy poco tiempo para reparar el enorme daño que han infligido los actores políticos
neoliberales a la cohesión y a la capacidad de nuestras sociedades para
coordinar sus acciones. Todo esto tiene que ocurrir antes de que sea demasiado
tarde conseguir que la existencia de una civilización que realmente podamos
llamar humana sea viable en este planeta.
Michael Hoexter es un economista y politólo
norteamericano con un amplio espectro de interes intelectuales.
Mantiene
tres blogs separados para sus tres campos de estudio más importantes:
1)
Green Thoughts – Sustainability, Renewable Energy, Energy Efficiency: Policy
and Marketing (sobre mitigación del cambio climático, ética climática, energías
renvables y eficiencia energética); 2) Politics of a Sustainable Future (uno de
cuyos focos principales es la crítica de la agresiva y falsaria campaña de la
derecha norteamericana contra las políticas económicas inspiradas en la
sostenibilidad ecológica y energética); y
3)
Meta-economics: Science, Subjectivity and Economic Policy (sobre cuestiones
filosóficas y
metodológicas).
Fuente: New
Economic Perspectives, 29 mayo 2013