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EL PAPEL DE TOLEDO

Lunes, 15 de Noviembre del 2,010
LIMA-PERÚ.
Raúl Alfredo Wiener Fresco
ANALISTA POLÍTICO
Fuente original sitio web:
 http://www.rwiener.blogspot.com/



Cuenta, el cholo nacido en Cabana, que un día en que cuidaba ovejas en los cerros y quebradas de Corongo, tuvo una iluminación y supo que iba a ser presidente. Claro que esta historia es parecida a otras de Toledo: que su madre murió en el terremoto de Huaraz en 1970, pero la señora Manrique murió de una peste, años después, como consta en su tumba en la capital de Ancash; o que Alejandro era lustrabotas en Chimbote que jugaba pelota en las calles, cuando lo recogió el Cuerpo de Paz y lo llevó a Estados Unidos, pero según se sabe ahora nunca lustró botas, por lo menos cuando era niño, y no fue tan pobre como ha querido hacernos creer; o como que era profesor en Harvard, cuando en esa Universidad no lo conocen.

La vida de Toledo es efectivamente una excepción o error estadístico, como la describió en algún momento, porque es verdad que normalmente las personas que nacen en los pueblos perdidos de la sierra, en las extendidas familias con muchos hijos, tíos y primos, no llegan a convertirse en profesionales con títulos en el extranjero, funcionarios de altos cargos del Estado y de entidades financieras, líderes antidictatoriales y presidentes de la república, incluso con ganas de repetir el plato. Pero a toda esa anormalidad sorprendente que ha acompañado la trayectoria del personaje, se agrega el aderezo místico y un gusto por la leyenda. En los hechos decisivos del año 2000 se aprecia esta ambivalencia del papel de Toledo, que hoy muchos han perdido en la memoria, incluida la actual propaganda electoral toledista que se remite únicamente a subrayar supuestas bondades de su primer período de gobierno, especialmente en el aspecto económico que es como resaltar las continuidades con Fujimori y García, y el rol de Kuczynski.

A comienzos del año 2000, Alejandro Toledo formaba parte de un paquete de candidatos no fujimoristas, cuya mayor aspiración en las condiciones de la elección era lograr el mejor resultado entre sus pares y colocar algunos congresistas. En 1995, hablando con acento de gringo (la voz engolada la inventó años después), Toledo fue candidato presidencial y tuvo un momento de alza en las encuestas por encima del 10%, y luego cayó hasta el fondo. Logró meter dos congresistas que se pasaron a Fujimori a los pocos días de asumir el cargo. Cinco años después, el “opositor” con mayores posibilidades parecía Andrade, entonces alcalde de Lima, pero una campaña implacable de demolición, lo hizo derrumbarse en las encuestas, y ya no pudo sobreponerse. Como reemplazo creció brevemente la figura de Castañeda, y la maquinaria mediática del fujimorismo lo destruyó en corto tiempo.

Hasta ahí Toledo había sobrevivido en un nivel de apoyo relativamente bajo (no era peligro) y haciendo declaraciones contemporizadoras hacia el sátrapa que residía en Palacio. Una de sus ocurrencias más recordadas fue el spot publicitario en el que aparecía reconociendo que Fujimori había levantado el primer piso de la nueva casa económica para los peruanos, pero que él se encargaría de la segunda planta. Esta idea, que sería en realidad la sustancia de su gobierno, pretendía “dialogar” con el re-reeleccionista para convencerlo que desistiera de su intento, que formalmente se justificaba en el concepto de que sólo él podía garantizar la estabilidad económica y la lucha contra el terrorismo. Este Toledo sin bronca, se encontró de pronto con el vacío de cabeza opositora, creado por las campañas liquidadoras de la prensa de Fujimori (parecida a una que hemos visto en acción recientemente) y empezó un crecimiento brusco en las encuestas y en las manifestaciones que nadie se esperaba por el corto tiempo que mediaba a la primera vuelta, y que el cholo interpretó seguramente como una confirmación de su destino.

Al fujimorismo no le alcanzó el tiempo para hacerle al cholo lo que le habían hecho a Andrade y Castañeda, y el día de la votación en primera vuelta, todo el que quería votar contra la re-reelección sabía que tenía que hacerlo por Toledo. Muchos no conocían ni quién era, qué proponía o qué podía pasar si encabezaba el gobierno, pero como suele decir César Hildebrandt, en esas circunstancias habría que votar por un mono si así se le ganaba a los ladrones. El fenómeno Toledo llegó a extremos que en algunas mesas sólo habían votos por el chino y por el cholo, a pesar de que habían otros siete candidatos en las cédulas y personeros de cada uno de ellos en los centros de votación. Luego vino el asunto de las primeras encuestas a boca de urna que dieron ganador a Toledo, evidenciando que en toda la parte moderna y de mayor acceso del país hubo un voto masivo por el candidato en ascenso, pero que en otras partes todavía no había prendido la chispa y había mayor capacidad de manipulación del gobierno.

El hecho es que al final del día de la primera vuelta, con sus resultados ambiguos (Toledo ganando en la tarde y Fujimori volteando el partido en la noche), y con la movilización de protesta a la Plaza de Armas con Toledo en hombros de la gente, había nacido un líder de la lucha democrática. Era un líder legítimo, porque no eludió el momento crítico, pero era también un alucinado que no entendía el Perú que estaba acaudillando. Se imaginaba un émulo de Corazón Aquino, la candidata filipina que con apoyo de Estados Unidos, echó al viejo dictador y antiguo amigo de los yanquis, Ferdinand Marcos. El Toledo del 2000, llamaba a las masas a conquistar la democracia, pero confiaba mucho más en que sus llamados hicieran reaccionar a Fujimori y negociar un retiro honroso auspiciado por Washington. Las masas no pasaban de ser una plataforma de maniobra, y por eso tantos mensajes contradictorios: no reconocemos los resultados, cualquiera que sean, y defenderemos el voto popular que ha conquistado el derecho de ir a la segunda vuelta (¿); no participaremos en la segunda vuelta en ninguna circunstancia, no dejaré a mi pueblo y ganaremos la segunda vuelta; no ir a votar, votar blanco y viciado, votar por Perú Posible.

Todo esto se dijo en el mismo tono solemne e impostado, y como el autor no estaba realmente loco, lo único que cabe es presumir que el candidato apostaba a que el proceso fuera interrumpido por una intervención externa y lo que él hacía era remover el ambiente para forzar ese arreglo. Obviamente esta dinámica tenía que llegar en algún momento a su pico. Y eso ocurrió con la llamada marcha de los Cuatro Suyos, cuyo llamamiento incluía una movilización del pueblo para impedir la juramentación de Fujimori en el Congreso. Para los partidos y las clases medias limeñas, esta convocatoria se agotó en la marcha ante el estrado levantado en la Plaza de los Héroes Navales con casi 100 mil asistentes, que proclamó la democracia y la lucha contra la corrupción. Para algunos el haber estado en ese tabladillo equivale a “haberse fajado por la democracia”. Pero para la masa popular y los miles de provincianos que se trasladaron a Lima para este acontecimiento, la gran cita era el día 28 de julio, para movilizarse contra la reentronización del dictador.

Esa fue la gran ruptura entre la “democracia” de salón y de cubileteo, y la democracia popular. Y como no podía ser de otra manera, en la disyuntiva Toledo actuó con la misma doble faz con la que había caminado los meses anteriores. Fue el único líder que estuvo en la calle, ese fue su mérito. Pero cuando la multitud le pedía encabezar la ruta hacia el Congreso, tomó la dirección opuesta y no paró hasta el aeropuerto donde partió a un autoexilio. Ahí acabó el luchador antidictatorial, que sólo volvió al país en octubre del 2000, cuando se iniciaba la mesa de negociación de la OEA y Fujimori aparentaba perseguir a Montesinos preparando su propia fuga. Tuvo un mitin en la plaza San Martín, al que llegó sobre la media noche (había citado a las 8 pm), y no señaló ningún camino: ni con la OEA, ni sin la OEA. La asistencia era mucho menor que sus anteriores presentaciones. Había empezado a morir en el calor del pueblo.

La siguiente vez que volvería a hablar, se dirigiría a Valentín Paniagua que estaba a cargo de la presidencia después de la fuga del japonés, para decirle que no debía postergar la convocatoria a elecciones, lo que reclamaban otros sectores exigiendo que primero se limpiara al país de corrupción y se llamara a una constituyente, porque eso postergaría la solución de los problemas. En otras palabras que el Perú estaba necesitando al hombre de Cabana, el predestinado a gobernarlo. El resto de la historia lo contaremos otra vez.