Por Nelson Manrique*
“(los criollos) no somos indios, ni europeos, sino una especie media entre los legítimos propietarios del país y los usurpadores españoles; en suma, siendo nosotros americanos por nacimiento, y nuestros derechos los de Europa, tenemos que disputar éstos a los del país, y que mantenernos en él contra la invasión de los invasores; así nos hallamos en el caso más extraordinario y complicado».
Los criollos peruanos que rompieron con España no estaban interesados en destruir las estructuras coloniales de dominación sino que pensaban en usufructuarlas en su propio beneficio.
“Desde que San Martín proclamó la Independencia han pasado 187 años; sin embargo, los conflictos entre el Estado y las comunidades indígenas persisten tal y como fue durante la Colonia. Peor, el gobierno democrático de Alan García llama a desarraigar a los indígenas de su único patrimonio, sus tierras, a partir de su teoría del ´Perro del hortelano´”. |
La Independencia fue una revolución política -pasar de Virreinato a República- pero no una revolución social. Apenas cinco años después de proclamada la Independencia se restituyeron algunas de las instituciones coloniales que más firmemente mantenían la exclusión de la población indígena: el cobro del tributo indígena y el trabajo obligatorio gratuito de los indios para el Estado y las municipalidades. Es hondamente significativo que a lo largo del siglo XIX los indígenas llamaran “República” a esta obligación.
En un sentido, la condición social de los indígenas empeoró con la República. La supresión de los títulos nobiliarios que decretó Bolívar terminó de liquidar los liderazgos étnicos indígenas, los curacazgos y la estructura de poder a través de la cual los indios se articulaban con la sociedad mayor. Desaparecida la nobleza indígena, la condición social de “indio” terminó equiparándose con la de “pobre”, y los indios terminaron relegados a lo más bajo de la estructura social.
Los libertadores soñaban con una República de pequeños propietarios independientes y la comunidad de indígenas aparecía como una traba para conseguir este objetivo, por lo que se la despojó de reconocimiento legal. Pero esto no favoreció la expansión de la pequeña propiedad, sino que se abrió el camino a las sucesivas ofensivas terratenientes que a lo largo del siglo XIX, y principios del XX, despojaron a las comunidades campesinas de sus territorios, arrinconándolas a las peores tierras.
Esto planteaba una irónica paradoja. En la época de la Independencia se consideraba que los indios constituían más de la novena parte de la población peruana, pero estaban excluidos de la ciudadanía. Así, la soberanía popular quedaba depositada en manos de menos del 10% de “peruanos”: la fracción criolla y mestiza que se sentía la encarnación de la nación. El resultado inevitable fue la existencia de una profunda brecha entre el Estado y la sociedad.
En el siglo de las luces y las sombras
Al cumplirse un siglo de la Independencia, en 1920, Augusto B. Leguía reconoció, finalmente, el estatuto legal de las comunidades. Éstas, con el nombre de “comunidades indígenas”, alcanzaron finalmente el reconocimiento legal que habían perdido al iniciarse la República. Se proclamó, asimismo, la tutela del Estado sobre los indígenas y se encomendó su ejercicio a la flamante Dirección de Asuntos Indígenas, adscrita al Ministerio del Trabajo. Esto constituyó un avance con relación a la ausencia de reconocimiento legal antes existente, pero mantuvo la exclusión legal de los indígenas de la ciudadanía.
La necesidad de la incorporación de los indígenas a la nación es algo que hoy se acepta, pero está asociada a una especie de chantaje por el cual se les reconoce el derecho a incorporarse como ciudadanos a condición de que dejen de ser indios. El discurso del mestizaje ha terminado asociándose a la idea de la desindigenización: que el indio deje de serlo como condición para ser considerado peruano. De esta manera, se sustituye el etnocidio biológico -la eliminación física de los indígenas- por el etnocidio cultural -la eliminación de su identidad.
La comunidad campesina del siglo XXI
“El racismo antiindígena es una de las herencias oligárquicas que con mayor fuerza ha bloqueado los intentos de construir un orden moderno en el Perú. La democracia no puede existir allí donde no se reconoce la existencia de una común sustancia humana. La existencia de ciudadanos “de primera” y “de segunda” es la consecuencia necesaria de la convicción racista”. |
Para definir la condición social de los indígenas es necesario definir la importancia de las comunidades campesinas (sierra) y nativas (selva), las instituciones fundamentales de las que aquellos forman parte. En el Perú existen 5,680 comunidades reconocidas que controlan el 39.8% del total de las tierras en uso agropecuario; el número de comuneros registrados es de 711,571, una cantidad que supera en términos absolutos a los 611,327 productores agrarios que en el último censo agropecuario declararon pertenecer a algún otro tipo de organización (rondas campesinas, comités, asociaciones, juntas, etc.). Las comunidades cumplen un papel muy importante en la modernización de las áreas de montaña y en la defensa del patrimonio más importante de los indígenas: la tierra.
Las comunidades están habitadas por más de 2′500.000 de personas, lo que equivale al 40% de la población rural total. Son importantes abastecedoras de alimentos para el mercado interno, y su participación en la oferta agropecuaria nacional oscila entre el 25% y el 30% del valor bruto de la producción. Las comunidades permiten la reproducción social, cultural y económica de un amplio sector de la población peruana, en gran parte marginada por las políticas del Estado. Son uno de los pocos espacios institucionales y organizativos que se mantienen vigentes en el país, en medio de un contexto caracterizado por una creciente debilidad institucional.
La mayor parte de las tierras que controlan las comunidades son pastos naturales, situados en las regiones montañosas y pobres del país; precisamente aquellas ricas en minerales, que se constituyen en el motivo de conflicto con las empresas mineras interesadas en explotar esos recursos. Los comuneros han construido con sus recursos e iniciativa más escuelas y kilómetros de caminos rurales que todo lo realizado gracias a la inversión pública. Las comunidades tienen un gran potencial modernizador, pero las bloquean políticas discriminatorias o que simplemente no las toman en cuenta.
En enero de 2005, se constituyó en el Congreso, de acuerdo con la Ley Nº 28150, una Comisión Especial, con la participación de organizaciones representativas de las comunidades campesinas y nativas, para revisar la legislación que les atañía. De allí salió un proyecto de Ley que ordenaba y actualizaba las normas vigentes, como la Ley General de Comunidades Campesinas y la Ley de Comunidades Nativas y de Desarrollo Agrario de las Regiones de Selva y Ceja de Selva. Recogiendo lo expresado por la Ley General del Ambiente y el Convenio 169 de la OIT, se reconoció el derecho de las comunidades a participar de los beneficios derivados del aprovechamiento por las empresasde los recursos existentes en su territorio, y a que se las indemnice adecuadamente por los perjuicios derivados de sus actividades.
La política del ´Perro del hortelano´
Pero la situación cambió radicalmente con el cambio de régimen. A un año de la inauguración de su gobierno, el presidente Alan García publicó un artículo que definía su posición con relación a las comunidades campesinas y nativas (2). Este texto constituye una importante definición programática en torno a la forma en que concibe el gobierno aprista la participación de los indígenas en el desarrollo nacional y es el marco dentro del cual el Parlamento ha promulgado muy importantes leyes. García parte de la idea que en el Perú “hay muchos recursos sin uso que no son transables, que no reciben inversión y que no generan trabajo”. Su preocupación fundamental se centra en la propiedad del suelo, especialmente en la de las comunidades.
La propuesta de Alan García no busca mejorar las condiciones productivas de los campesinos indígenas sino allanar la venta de sus tierras: “Esa misma tierra (la de las comunidades) vendida en grandes lotes traería tecnología de la que se beneficiaría también el comunero, pero la telaraña ideológica del siglo XIX subsiste como un impedimento. El perro del hortelano”. Para los campesinos la venta de sus tierras significaría perder tanto la condición de comunero cuanto los medios materiales para la reproducción social de su existencia. Su destino más probable, si tal cosa sucediera, sería desarraigarse y unirse a la vasta migración hacia los grandes cinturones de miseria creados en torno a las grandes ciudades.
Frente a la preocupación por el impacto de la explotación minera sobre el medio ambiente el presidente García sostiene que este es un tema del siglo pasado: “en la actualidad las minas conviven con las ciudades sin que existan problemas y en todo caso eso depende de lo estricto que sea el Estado en la exigencia tecnológica a las empresas mineras”. Por desgracia, casos como el de la empresa minera Doe Run -que durante varios años ha ido postergando el cumplimiento de sus compromisos ambientales contando con la complicidad del Estado en contra de La Oroya- alimentan la desconfianza de los indígenas.
El Estado contra las comunidades
“Para los campesinos la venta de sus tierras significaría perder tanto la condición de comunero cuanto los medios materiales para la reproducción social de su existencia. Su destino más probable, si tal cosa sucediera, sería desarraigarse y unirse a la vasta migración hacia los grandes cinturones de miseria creados en torno a las grandes ciudades” |
Estas normas vulneran múltiples derechos de las comunidades y su propósito manifiesto es facilitar la enajenación de sus tierras. Una Comisión Multipartidaria del Congreso recomendó su derogación, sosteniendo que vulneran la Constitución y la Declaración de las Naciones Unidas sobre los derechos de los pueblos indígenas. Pero el gobierno ha decidido continuar con su ofensiva privatizadora, lo cual lo ha enfrentado contra el campesinado indígena, especialmente por el D.Leg. 1015.
“Los indígenas contemporáneos peruanos defienden el patrimonio cultural de quienes produjeron la más grande revolución agrícola de la historia de la humanidad. Debería preservarse ese patrimonio inestimable y promover su desarrollo. No tratar de liquidarlo en nombre de una visión unilateral y reduccionista de desarrollo, que contempla los intereses de unos pocos, amenazando un patrimonio que, como en el caso de la Amazonía, es de interés de todos” |
Los obispos de la Amazonía, ante el paro de los pueblos amazónicos reclamando la derogatoria de estos dispositivos, emitieron un importante pronunciamiento en el que afirman: “en nombre de un sesgado concepto de desarrollo, el Estado permite la deforestación de grandes extensiones de bosques primarios a favor de empresas nacionales y transnacionales para la inversión en plantaciones aceiteras, caña de azúcar y otros. Para nadie es desconocida la contaminación de los ríos con el plomo y otros metales pesados y sustancias tóxicas como efecto de una actividad minera (formal e informal) y la extracción de petróleo, de manera irresponsable. Somos testigos, además, de la tala indiscriminada de la madera sin ningún tipo de control. Podemos afirmar que no se atiende el clamor de las poblaciones indígenas y ribereñas que desean un desarrollo integral, desconociendo el Estado el uso y ocupación de esas tierras por generaciones. En la práctica no se ha tomado en cuenta el derecho de los pueblos amazónicos a ser escuchados (…) Debemos expresar que ‘la Iglesia valora especialmente a los indígenas por su respeto a la naturaleza y el amor a la madre tierra como fuente de alimento, casa común y altar del compartir humano’ (Documento Aparecida 472)”. Finalmente, sostienen los obispos que las normas legales que el Estado ha promulgado en el 2008 “no aportan al desarrollo integral de la población amazónica. Por el contrario surgen serias amenazas de mayor pobreza en la región” (6).
Los indios y el desarrollo
¿Qué demandan los indígenas? ¿Qué proyecto de desarrollo defienden? En una conferencia de prensa en que informaba al país sobre la decisión de los nativos amazónicos de radicalizar sus medidas de lucha, Alberto Pizango, líder de la Asociación Interétnica de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), la organización gremial que agrupa 1.350 comunidades (donde viven 350.000 hombres y mujeres indígenas, agrupados en 16 familias lingüísticas), afirmó que los beneficios materiales que les ofrece el modelo de desarrollo actual servirán poco si se destruye el medio en el que viven, porque se les despojan de su dignidad, sus tierras y se desintegra a sus familias. “No estamos en contra del desarrollo”, declaraba, “estamos en contra de ese tipo de desarrollo”.
Notas
(1) Bustamante y Rivero, José Luis. Mensaje al Perú, Lima, Editorial Universitaria.
(2) Alan García, “El perro del hortelano”. Lima: El Comercio, 28 de octubre de 2007. En los párrafos siguientes nos referimos a este texto.
(4) Defensoría del Pueblo, Reporte Nº 61, Lima, marzo del 2009.
(5) De los 116 conflictos socioambientales, 82 tienen que ver con la actividad minera.
(6) “Pronunciamiento de los Obispos de la Amazonía ante el paro de los pueblos amazónicos”. Centro Amazónico de Antropología y Aplicación Práctica CAAAP. 5 de mayo de 2009.
http://www.caaap.org.pe/archivospronunciamiento_obispos_amazonia.pdf