REUNIÓN DEL CAMBIO CLIMÁTICO NO TRAJO MAYORES NOVEDADES
Los Mártires de Chicago: Hace 123 años se consumaba un crimen judicial se condenaba a la horca a varios dirigentes anarquistas por sus ideas políticas

La guerra de Secesión había interrumpido el crecimiento de las organizaciones sindicales, cuyo punto de partida data de 1829, con un movimiento que solicitó la implantación de la jornada de ocho horas de trabajo, en el estado de Nueva York.
Pero a partir de los años ochenta, se fue acrecentando la actividad gremial en la cual socialistas, anarquistas y sindicalistas, cumplieron un rol destacado en cuanto a su labor propagandística y política.
Mauricio Dommanget en su 'Historia del Primero de Mayo', al referirse a los trabajadores de Chicago, afirma: 'Muchos trabajaban aún catorce o diez y seis horas diarias, partían al trabajo a las 4 de la mañana y regresaba a las 7 u 8 de la noche, o incluso más tarde, de manera que jamás veían a sus mujeres y sus hijos a la luz del día. Unos se acostaban en corredores y desvanes, otros en chozas donde se hacinaban tres y cuatro familias. Muchos no tenían alojamiento, se les veía juntar restos de legumbres en los recipientes de desperdicios, o comprar al carnicero algunos céntimos de recortes'.
La central obrera norteamericana de entonces, la Federación de Gremios y Uniones Organizados de Estados Unidos y Canadá, años después transformada en la Federación Norteamericana del Trabajo (AFL), había proclamado en su cuarto congreso de 1884, que la duración legal de la jornada de trabajo, a partir del 1º de Mayo de 1886, sería de ocho horas de duración. Ese 1º de Mayo se había constituido en una fecha clave tanto para los trabajadores como para los capitanes de la industria.
La huelga del 1º de mayo de 1886
La prensa norteamericana, principalmente el 'Chicago Mail', el 'New York Times', el 'Philadelphia Telegram' y el 'Indianapolis Journal' habían advertido por esos días el 'peligro' de la implantación de la jornada de 8 horas 'sugerida -decía el 'Chicago Mail'- por los más locos socialistas o anarquistas'.
La huelga del 1º de Mayo de 1886 fue masiva en todos los Estados Unidos. Algunos sectores industriales admitieron la jornada de ocho horas, pero la mayoría fue intransigente a aceptar ese reclamo. En Milwaukee la represión policial produjo nueve muertos obreros y hubo enfrentamientos violentos en Filadelfia, Louisville, St. Louis, Baltimore y principalmente en Chicago.
En esta última ciudad actuaban, además de las fuerzas policiales y antimotines, una suerte de policía privada al servicio de los industriales y empresarios: la compañía Pinkerton.
En tanto el 1º de mayo había transcurrido sin ninguna violencia, fue dos días después, cuando los sindicatos de la madera convocaron a una reunión, que los 'rompehuelgas' de la Pinkerton atacaron a los trabajadores. Intervino la policía y el fuego de las armas produjo seis muertos y medio centenar de heridos, todos entre los trabajadores.
Así fue que los anarquistas llamaron, para el 4 de mayo, a una concentración en el Haymarket Square, acto público que contaba con autorización de las autoridades. Al finalizar la reunión y cuando se desconcentraban los trabajadores, el capitán Ward avanzó sobre los grupos obreros en actitud amenazante.
Alguien lanzó entonces una bomba contra efectivos policiales y abatió a uno de los policías, hiriendo a otros varios. Entonces, las fuerzas policiales abrieron nutrido fuego contra los trabajadores matando a varios y causando 200 heridos.
Ese hecho de violencia permitió a las autoridades judiciales, instigadas por varios políticos y diarios -principalmente el 'Chicago Herald' -a detener y procesar a la plana mayor del movimiento sindical anarquista.
Así fueron arrestados el inglés Fielden, los alemanes Spies, Schwab, Engel, Fischer y Lingg y los norteamericanos Neebe y Parsons.
Comenzaba el Proceso de Chicago, una burla a la justicia y un verdadero fraude procesal como demostró pocos años después el gobernador del estado de Illinois, John Peter Atlgeld.
'Razón de Estado'
Es evidente que el Proceso de Chicago contra los ocho sindicalistas anarquistas produjo una sentencia dónde primó el principio de la 'razón de Estado' y que no se buscaron pruebas legales ni se tuvo en cuenta la normativa jurídica de la época. Se quiso juzgar a las ideas anarquistas en la cabeza de sus dirigentes, y en ellos escarmentar al movimiento sindical norteamericano en su conjunto.
Para ello fueron amañados testigos, se dejaron de lado las normas procesales, y los miembros del jurado -como se demostró pocos años después- fueron seleccionados fraudulentamente. Entre otras anomalías procesales, la primera fue que se los juzgó colectivamente, y no en forma individual, como disponía la legislación penal. Se trataba de un juicio político, y la causa no era la violencia desatada el 4 de mayo de 1886, sino las ideas anarquistas, por un lado, y la necesidad de impedir el avance de la organización gremial que había paralizado a los Estados Unidos el 1º de mayo del mismo año, por el reclamo de la jornada laboral de ocho horas.
El gobernador Altgeld, años después, explicaría al pueblo norteamericano que el juez interviniente en el Proceso de Chicago actuó 'con maligna ferocidad y forzó a los ocho hombres a aceptar un proceso en común; cada vez que iban a ser sometidos a un interrogatorio los testigos suministrados por el Estado, el juez Gary obligó a la defensa a limitarse a los puntos específicamente mencionados por la fiscalía pública' en tanto que 'en el interrogatorio de los testigos de los acusados, permitió que el fiscal se perdiera en toda clase de vericuetos políticos y leguleyerías extrañas al asunto motivo del proceso'.
'Ahorcadles y salvareis a nuestra sociedad'
El fiscal Grinnel, en su alegato, proclamó: 'Señores del jurado: ¿declarad culpables a estos hombres, haced escarmiento con ellos, ahorcadles y salvaréis a nuestras instituciones, a nuestra sociedad!'.
El 28 de agosto de 1886 el jurado, especialmente elegido para aniquilar a los acusados, dictó su veredicto especificando que siete de los imputados -Parsons, Spies, Fielden, Schwab, Fischer, Lingg y Engel- debían ser ahorcados, y el octavo, Neebe, condenado a 15 años de prisión.
Antes que el crimen judicial se consumara, se cometió otro previo, el misterioso suicidio de uno de los condenados: Louis Lingg, quien con la colilla de un cigarrillo habría prendido la mecha de un cartucho de dinamita. En realidad, como afirman los historiadores actuales, se trató de representar ante el gran público otra demostración de que los anarquistas morían en su propia ley, las 'bombas'. Hoy se coincide en que Lingg fue asesinado.
Spies, Fischer, Engel y Parsons subieron al patíbulo el 11 de noviembre, y fueron ahorcados ante el periodismo, las autoridades judiciales, la policía y el público allí reunido.
El escándalo fue tan grande que a Fielden y Schwab se les conmutó la pena de muerte por la de prisión perpetua. La movilización de las fuerzas sindicalistas y la actuación de políticos como John Peter Atlgeld, hizo que el 26 de julio de 1893 se les otorgar el 'perdón absoluto' a Samuel Fielden, Oscar Neebe y Michael Schwab.
De todas maneras, estos tres anarquistas tuvieron mucha más suerte que otros dos ajusticiados cuarenta años después: Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, en otro proceso igualmente fraudulento. Pero la reivindicación de los mártires de Chicago fue realizada pocos años después de la muerte de cuatro de ellos y de la liberación de los tres restantes.
CORTESÍA: ARGENPRESS
EL VALOR DE LOS TESTIGOS
En este razonamiento, en mi opinión, se debe afirmar que el Tribunal ha sabido acertadamente ponderar y medir el grado de utilidad y certeza de la prueba acopiada en el marco de otros procesos penales. En efecto, estas pruebas tienen validez primero, porque fueron rendidas frente a un juez natural, estuvieron asistidos por la defensa, y en el caso de los testigos, bajo la regla del juramento; y, en segundo lugar, aquellos que tuvieron la condición de acusados, estuvieron asistidos por un abogado, y ninguna de estas declaraciones fueron declaradas invalidas o nulas, respetándose por tanto las reglas del debido proceso.
Finalmente, al momento de valorar las declaraciones de testigos, el Tribunal ha actuado bajo el criterio de aceptar como validas las informaciones que sean lo suficientemente creíbles, pertinentes y sustanciales. Así, ha desestimado las objeciones de la defensa fundadas en criterios formales no respaldados por algún requisito explícitamente exigido en la legislación procesal penal o que no contenían explicita lesión de alguna garantía del debido proceso o del juicio justo; además, ha desestimado las objeciones de la defensa que han carecido de sustento racional. El Tribunal ha sabido encontrar un balance entre su deber de administrar justicia con eficacia y el pleno respeto por las garantías del debido proceso y del juicio justo.
No eran terroristas
Sentencia histórica y ejemplar
Los jueces tenían el derecho y hasta la obligación de establecer en las sentencia que quienes fueron asesinados en Barrios Altos y La Cantuta no eran senderistas (más allá de que, así lo hubieran sido, igual estaríamos ante ejecuciones extrajudiciales). La representación de las víctimas presentes en el proceso así lo solicitaron, en base a fundamentos jurídicos, que fueron recogidos en la sentencia, tal como lo explica la autora de este artículo.
El pasado 7 de abril, durante la audiencia final del juicio contra Alberto Fujimori, la sala penal especial hizo una declaración importantísima para las víctimas y familiares de los casos La Cantuta y Barrios Altos, que aguardaban sentencia: “Ninguna de las 29 víctimas tenía vinculación alguna con agrupaciones terroristas”.
Mucho se ha hablado desde entonces sobre el tema. Se ha llegado a decir que por esa declaración la sentencia debía declararse nula, que no era materia de juicio y que tal aseveración resultaba innecesaria. Nada más falso.
Antes del inicio del juicio oral, la ley procesal penal faculta a la parte civil a manifestar su disconformidad con la reparación civil solicitada por el Ministerio Público y a presentar su propia propuesta. Por ello, en representación de las víctimas solicitamos al tribunal que, además de los aspectos económicos señalados por la fiscalía en el rubro de reparaciones, la sentencia debía contemplar medidas de satisfacción. Este pedido fue debidamente sustentado con la resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas del 21 de marzo del 2006, en su sexagésimo periodo de sesiones, que aprobó los “Principios y Directrices básicos sobre el Derecho de las víctimas de violaciones manifiestas de las Normas Internacionales de derechos humanos y de violaciones graves del Derecho Internacional Humanitario a interponer recursos y obtener reparaciones”.
Esta resolución recomiendaa los estados tomar en cuenta tales principios y directrices básicos, así como su promoción y respeto, para que los funcionarios encargados de hacer cumplir la ley, las fuerzas de seguridad, los órganos legislativos, el Poder Judicial, las víctimas y sus representantes, los tengan en cuenta. Tales disposiciones no entrañan nuevas obligaciones jurídicas internacionales o nacionales, sino que representan mecanismos, modalidades, procedimientos y métodos para el cumplimiento de las obligaciones jurídicas existentes, conforme a las normas internacionales de derechos humanos y al Derecho Internacional Humanitario. Contemplan diversos aspectos de reparación, entre ellos la indemnización, la rehabilitación y medidas de satisfacción. Precisamente como parte de estas últimas, solicitamos una declaración que restablezca la dignidad, la reputación y los derechos de la víctima y de las personas estrechamente vinculadas a ella.
Como recordamos, durante el Gobierno de Alberto Fujimori se difundían versiones carentes de toda lógica y verdad respecto de los casos Barrios Altos y La Cantuta. En relación con el primero, se sostenía que se trató de un ajuste de cuentas entre terroristas; mientras, en el segundo, se argumentaba que las víctimas se habían ‘autosecuestrado’. Posteriormente, cuando se descubrió la autoría de un destacamento del Ejército, el discurso oficialista proclamaba que las víctimas de Barrios Altos eran terroristas y que habrían participado en atentados; también se decía que en el solar donde ocurrió la matanza se reunían altos dirigentes senderistas y que la pollada fue la fachada para disimular su llegada. Luego se diría que las víctimas de La Cantuta habían sido los autores del horrendo y alevoso crimen de la calle Tarata en Miraflores. Estas versiones tenían como objetivo instalar en la memoria colectiva ciudadana una visión de las víctimas como criminales, y la idea de que en la lucha contra la subversión el “ojo por ojo” debía estar permitido.
Durante todos estos años, familiares y sobrevivientes de los crímenes han soportado un doloroso estigma: comentarios o acusaciones como: “eran terrucos”, “están bien muertos”, “madre deterruco”, etcétera, fueron la permanente letanía que denigraba la memoria de los seres queridos cruelmente asesinados. Incluso en las audiencias del proceso contra Fujimori, los allegados y seguidores del ex Presidente se acercaban a los familiares de las víctimas para decirles: “huele aterruco”, “huele a pólvora”, etcétera. Tales expresiones no solo hieren sentimientos; también dañan la dignidad y el derecho al honor consagrado en diversos instrumentos internacionales.
Sabemos que cuando se procesa un caso, sobre todo si se trata de uno de violación de derechos humanos, no importa la calidad de la víctima. Toda persona, aun cuando se trate de un criminal, tiene derecho a la vida y la integridad. Pero también es cierto que las formas contemporáneas de victimización, aunque dirigidas esencialmente contra personas determinadas, pueden orientarse asimismo contra grupos tomados como objetivo colectivamente. Por eso consideramos que los operativos de Barrios Altos y La Cantuta buscaban golpear a determinados sectores: en el primer caso, al que se dedica al comercio informal (ambulantes); en el segundo, a la comunidad universitaria, en especial a la de la Universidad Enrique Guzmán y Valle, La Cantuta.
El proceso penal debe cambiar. Debe reconocer a las víctimas no solo su derecho a actuar, sino también a solicitar que el mismo proceso sea dignificatorio y que con ello se repare el tejido social dañado tanto por la violación de los derechos humanos, como por los años de impunidad y agravios a los que fueron sometidos.
La restitución no es posible. Nada podrá devolver a la víctima a la situación anterior a la comisión del delito. Eso explica que se haya solicitado incluir en la sentencia medidas de satisfacción. Al respecto, la sala penal especial señaló —conforme acuerdo plenario— que el daño civil comprende aquellos efectos negativos que derivan de la lesión de un interés protegido, y éstos pueden originar tanto daños patrimoniales y no patrimoniales; y que si bien las medidas desatisfacción no están contempladas en nuestro derecho interno, el tribunal acepta como sustento básico de su decisión, en este ámbito, la primacía del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Con ese criterio, en la lectura de sentencia contra Alberto Fujimori el tribunal señaló, por unanimidad, que, como consecuencia de la declaración de hechos probados, “no existe evidencia alguna, más allá de la insinuación —sin aval indiciario que la justifique— formulada por alguno de los participantes en los hechos, que siquiera remotamente pueda llevar a sospechar que las víctimas estarían vinculadas al PCP–SL e involucradas en determinados atentados con propósito terrorista”.
Los autores de estos condenables hechos, que por su gravedad constituyen una afrenta a la dignidad humana, tomaron todo tipo de previsiones y disposiciones para impedir el conocimiento de la verdad y perpetuar la impunidad. No lo lograron. Al final la justicia se abrió paso, y este reconocimiento expreso devuelve la dignidad a las víctimas y sus familiares. Esta valerosa declaración contribuye a la reconstrucción de las relaciones entre las instituciones del Estado y la ciudadanía, abriendo paso a una nueva visión de la justicia penal, no solo sancionadora sino también reparadora.
La prueba en el caso Fujimori
Sentencia histórica y ejemplar
Ni bien concluido el juicio oral contra Alberto Fujimori por graves violaciones de derechos humanos, se instaló un debate que podríamos, de manera forzada, resumir en la siguiente pregunta: ¿Había pruebas que demostraban su responsabilidad penal? Pregunta sin duda importante, porque es bien conocido que Alberto Fujimori Fujimori no fue acusado como autor material de los crímenes materia del proceso, sino como autor mediato a través de un aparato de poder organizado.
Resulta entonces fundamental tener claridad sobre cuál era el núcleo de la acusación y, por lo tanto, qué debía probarse en el proceso, dos cuestiones determinantes en el curso del juicio oral. Para el tribunal, el núcleo de la acusación es uno muy concreto: “[...] la intervención del acusado Fujimori en la conformación de la estrategia de guerra sucia, del método secreto y clandestino —no ha sido controvertida la denominada estrategia oficial, visible y convencional que respondía al marco constitucional y legal—. El objeto de prueba, por consiguiente, es en primer término esa estrategia como marco que explica y da curso a los hechos imputados”.
Agrega el tribunal que si ése es el núcleo de la acusación, la naturaleza de los hechos, como es: “[…] la formación y actuación de un aparato organizado de poder al interior del propio Estado que desarrolla operativos clandestinos y sustancialmente delictivos, no pueden expresarse u ordenarse mediante instrumentos normativos”.
La libertad probatoria
Con tal fin, el tribunal marcó desde el inicio mismo del juicio una pauta fundamental para el proceso: concedió a las partes una amplia libertad probatoria, que no se circunscribía a los eventos criminales de Barrios Altos y La Cantuta, sino que se extendía al conjunto de sucesos que habían sido la expresión de la denominada nueva estrategia contrasubversiva del Estado. Consecuente con esa pauta que marcó el juicio oral, el tribunal señala en la sentencia que: “[…] no existe norma procesal que prohíba probar con un medio de prueba específico algún extremo de los mismos. No hay exclusión, excepciones o limitaciones al respecto”.
¿Esa libertad probatoria fue ejercida por la Fiscalía, la parte civil y la defensa durante el juicio oral? Absolutamente; de manera constante y sostenida, hasta el último día que procesalmente fue posible hacerlo. El resultado de ello fue el abundante material probatorio (testimoniales, documentos escritos, audios, videos, peritajes), del cual se da cuenta de manera harto detallada en la sentencia del 7 de abril último.
Pautas probatorias del tribunal
Bajo esas condiciones, el tribunal ingresa al tratamiento de los aspectos de la prueba penal estableciendo tres pautas fundamentales relacionadas directamente con la naturaleza muy particular del proceso judicial. La primera pauta es que existe una: “[…] insuficiente prueba directa y, por ende, la necesidad de abordar cuidadosamente la prueba indirecta o por indicios”. La segunda es: “[…] el tiempo transcurrido y el evidente esfuerzo de personajes que integraron altos cargos de ese régimen político, en sus diferentes estructuras de poder, en negar toda relación delictiva con los hechos objeto de acusación [...]”. Y la tercera, que: “[…] varios de ellos simplemente eliminaron pruebas materiales especialmente documentales. Es el caso muy significativo de Vladimiro Montesinos Torres, quien dirigió una institución vital para el régimen que presidió el acusado Fujimori Fujimori, el SIN, y que conforme a la declaración de Rafael Merino Bartet, asesor político de la Alta Dirección del SIN al inicio de la caída del régimen, ordenó borrar las memorias de las computadoras de la institución y destruir la documentación generada en años”.
Estas pautas señalan que el tribunal ha tenido una idea muy clara de los retos que en el ámbito probatorio proponía el caso, pero, a la vez, también una convicción muy precisa y concreta al señalar que si bien hay una insuficiencia de prueba directa (en ningún momento inexistencia), cuenta con otro camino alternativo —perfectamente legal— que es la utilización de la prueba indiciaria o indirecta. De hecho, el texto de la sentencia no solo nos muestra un manejo en extremo riguroso de las reglas de la prueba indiciaria, sino que además debe constituir a partir de la fecha un referente obligado para otros casos especialmente graves de crímenes contra los derechos humanos. Todas las conclusiones a las que arriba el tribunal se encuentran debidamente sustentadas por una contundente multiplicidad de indicios comprobables y concurrentes unos con otros, que, sometidos a las reglas de la experiencia, construyen de manera unívoca —y sólida— una sola conclusión: la responsabilidad penal de Alberto Fujimori.
El escenario de un proceso judicial por crímenes contra los derechos humanos —o crímenes de Estado, como los califica la sentencia—, cometidos desde el poder, en el que no solo hay una activa desvinculación de los principales personajes en relación con los crímenes y una eliminación de pruebas materiales, sino en el que, adicionalmente, existe el desarrollo de estrategias políticas y legales de encubrimiento de los hechos, plantea una diferente complejidad a la dimensión probatoria de éstos. En esas condiciones, la alternativa de la utilización de la prueba indiciaria o indirecta es un camino de obligatorio recorrido para un tribunal encargado de juzgar esa causa.
Nadie ordena matar por escrito
Frente a ello, la defensa sostuvo como línea base de su argumentación que si la imputación del Ministerio Público comprendía hechos que se habían perpetrado como parte de una política de Estado, la única forma de demostrar esos hechos (asesinatos, lesiones graves y secuestros) era a través de disposiciones normativas y formales. La pregunta ¿dónde están las órdenes escritas dictadas por Fujimori? fue planteada por la defensa de manera permanente con la certeza de que esas órdenes escritas no existen.
Considerando precisamente esa argumentación, el tribunal declara en la sentencia que: “[…] los hechos que expresarían esta estrategia o método secreto y clandestino, desde luego, no exigen un aporte probatorio sustentado exclusivamente, bajo el requisito de idoneidad en prueba de la prueba, en instrumentos de carácter normativo. Estos hechos, por su propia naturaleza, incluso cuando se denuncia la formación y actuación de un aparato organizado de poder al interior del propio Estado, que desarrolla operativos clandestinos y sustancialmente delictivos, no pueden expresarse u ordenarse mediante instrumentos normativos”.
Como podemos apreciar, la naturaleza de los hechos —graves violaciones de derechos humanos— termina siendo nuevamente un elemento determinante para definir la particular exigencia en la actividad probatoria, que bajo ninguna circunstancia podría sostenerse que ha sido relajada por no exigir un determinado tipo de prueba, sino todo lo contrario, ya que procesalmente el camino de la prueba indiciaria es mucho más complejo y más exigente.
En ese sentido, el tribunal rebate la tesis probatoria de la defensa y sostiene que: “Las órdenes y las instrucciones respectivas, en lo específico del caso en cuestión —tales como desapariciones forzadas, ejecuciones arbitrarias o extrajudiciales, lesiones graves y secuestros— no se formalizan en normas y es, ciertamente, muy difícil que se dispongan por escrito o por otro mecanismo administrativo propio del modus operandi de un órgano administrativo o gubernamental. Las decisiones que involucran violación de derechos humanos al interior de un aparato organizado de poder, por consiguiente, no se justifican o se sostienen a través de instrumentos normativos. Es precisamente el carácter clandestino y la práctica ilícita de una organización lo que descarta por razones obvias la posibilidad de acreditar su existencia y los hechos que comete por medio de instrumentos normativos”.
Esto ha sido plenamente ratificado durante el juicio oral por los peritos extranjeros José Antonio Martín Pallín y Federico Andreu. Guzmán. En el caso del primero, la propia sentencia da cuenta expresa de su presentación al destacar que el profesor español señaló sobre este asunto que: “[…] es muy difícil encontrar rasgos documentales de una orden expresa —tal ingenuidad de un aparato de organización no se admite—; es normal que los crímenes de Estado se cometan en la clandestinidad y en el anonimato; es normal que con posterioridad a los crímenes de Estado las pruebas se oculten o destruyan; por ello hay que acudir a las pruebas indirectas”. En la misma dirección, el experto colombiano declaró que de todos los casos, a escala internacional, de graves violaciones de los derechos humanos o crímenes de lesa humanidad, en ninguno se ha planteado la exigencia probatoria de presentar una prueba documental, o, mejor dicho, pruebas directas, para dar por probados los hechos criminales. La conclusión es que nadie da órdenes escritas para matar personas.
De todo lo anterior se puede colegir, entonces, que si bien el tribunal excluye como medio de prueba los instrumentos normativos y, por otro lado, determina la condición del acusado como autor mediato a través de un aparato de poder organizado, son esos dos elementos los que han terminado marcando la pauta de la libertad probatoria que el tribunal reconoció a la partes. A partir de ese dato, cada hecho, cada evento ilegal, cada documento, cada declaración y cada testimonio colocados en el contexto de los hechos que son materia del proceso judicial ya no serán elementos desconectados unos de otros, sino los eslabones de una cadena probatoria por medio de la cual se ha comprobado la responsabilidad criminal del acusado (Carlos Rivera).
Hola Justicia, te estábamos esperando
Reacciones y reacciones
De pronto el nudo atornillado entre la garganta y el corazón empezó a desasirse. Diecisiete años es tiempo harto como para mandar mudar a la esperanza y clausurar la puerta de la lucha. Comprensible sería, pero no fue ese el camino que tomaron los deudos de La Cantuta y Barrios Altos. Todo lo contrario. Su persistencia ora vapuleada, hora satanizada ha sido recompensada. Es la hora del Perú pero sobre todo la de ellos. Gracias también.
Antonia Pérez
Viuda del profesor Hugo Muñoz asesinado en La Cantuta.
Estos años han sido muy duros por que ha significado una batalla a todo nivel desde las amistades hasta los familiares. Ha sido muy duro porque era pedir justicia a uno y otro lado, llorando suplicando a gente desconocida, mostrando su dolor y la verdad de ese deseo de justicia, nunca de venganza, sino de justicia, hizo que los familiares estuviéramos juntos, como una familia.
“Por muchos años nosotros hemos estado queriendo saber por qué mataron a nuestros familiares, por fin la justicia hace a alguien responsable. En algunas ocasiones los mismos Colina decían que se habían equivocado, otros decían que estaban en seguimiento. Y a mí como madre me dolía mucho escuchar esto. Y lo peor de todo fue cuando Nakazaki en su defensa decía que eran terroristas, que era para acabar con el terrorismo. Por eso no se le estaba juzgando a Fujimori, sino por qué había permitido y había tapado durante tanto tiempo a este grupo de asesinos y no haberlos llevado a la justicia.
Para mí, escuchar que mi esposo y mi hijo eran inocentes, es una alegría inmensa. Al fin su dignidad está limpia. Es indignante es cuchar a Nakazaki decir : “a mi cliente le están quitando lo más preciado, que es su libertad”. Y eso es completamente absurdo ¿cómo lo más preciado es la libertad? Está con vida, y está con su familia”.
Fujimori y el indulto
Juan E. Méndez
Que la hija de Fujimori haya anunciado que indultará a su padre en caso de llegar a ser Presidente, pinta de cuerpo entero que el irrespeto por el ordenamiento jurídico nacional e internacional es intrínseco al fujimorismo.
El ordenamiento constitucional del Perú, como el de muchas democracias, asigna al titular del Poder Ejecutivo la facultad de indultar y conmutar penas. El efecto es el de anular o reducir la sanción penal, pero no borra la condena misma ni el carácter de culpable que la sentencia impuso al condenado. Se trata de una rémora de los regímenes reales o imperiales de siglos anteriores, cuando los jueces no eran más que funcionarios del rey o emperador, quien concentraba todo el poder público, especialmente el de impartir justicia.
Si no se ha derogado la facultad de indultar es solo porque en nuestra era puede cumplir una función sencilla para situaciones humanitarias creadas después de la imposición de la pena por el estado de salud del condenado, o para corregir casos de error judicial descubiertos con posterioridad. Contrariamente a lo que se piensa, la facultad de indultar no es irrestricta: en las democracias modernas el Presidente está obligado a requerir la opinión de sus asesores en materia de justicia, del Ministerio Público y de los tribunales mismos. Cuando se trata de condenas por crímenes de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra, el Derecho Internacional prohíbe el indulto excepto por razones humanitarias, porque respecto de este tipo de atrocidades el Estado está obligado a investigar, procesar y castigar a quienes resulten responsables. Así lo ha dicho la Corte Interamericana de Derechos Humanos en nuestro ámbito regional, interpretando normas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, vigente en el Perú. Pero este principio es de aplicación también en el ámbito universal.
Poco antes de la asunción de Barack Obama en los Estados Unidos se especuló mucho con la posibilidad de que George W. Bush dictara indultos innominados para beneficiar a todos los involucrados en la tortura de prisioneros en el marco de la Guerra Global contra el Terrorismo. Ello no ocurrió, tal vez porque la ignominia creada por las revelaciones sobre la tortura de prisioneros ordenada desde las altas esferas se hubiera multiplicado con una medida destinada a encubrir tales crímenes e impedir su investigación cabal. Bush resistió la presión de su mismo vicepresidente, Dick Cheney, que reclamaba el indulto para su asesor Scooter Libby, condenado por encubrimiento en el episodio que había resultado en el destape de la identidad de una agente de inteligencia solo para desprestigiarla por oponerse a las mentiras urdidas para justificar la invasión a Irak. Tal vez la razón principal fuera que Bush estaba dejando la Casa Blanca con niveles de desaprobación históricos. Un Presidente recién elegido y con mandato electoral claro puede sentirse tentado a ejercer el poder de indulto sin autolimitarse.
Eso parece ser lo que tenía en mente Keiko Fujimori en sus emocionales declaraciones a la prensa a poco de enterarse de la sentencia impuesta a su padre. Si se trata de un exabrupto entendible por la relación filial y la emoción del momento, esas declaraciones no revisten gravedad. La hija del ex mandatario tiene derecho a su opinión sobre lo injusta que le resulta la sentencia. Pero tanto ella como cualquier Presidente del Perú debe tener mucho más cuidado al evaluar la posibilidad concreta de dictar un indulto, tanto a Fujimori padre como a cualquier otro condenado. Y el electorado debe también considerar las intenciones de los candidatos sobre cómo ejercerán el mandato que reciben en elecciones democráticas.
Ya se ha dicho que el indulto no puede dictarse en contravención a las obligaciones del Estado solemnemente contraídas al suscribir tratados internacionales de derechos humanos. Al pronunciarse sobre estas obligaciones la Corte Interamericana no ha creado normas nuevas sino que ha interpretado principios existentes desde Núremberg, así como el deber de garantía, el derecho a un remedio y el acceso a la justicia para las víctimas, consagrados por la Convención Americana desde 1979. Por otra parte, el acto violatorio de las obligaciones del Estado no sería el crimen original sino el acto del indulto que hipotéticamente ocurriría en el futuro, en plena vigencia de la Convención.
Además, también se aplicarían en el caso las normas sobre conflicto de intereses por razones familiares o por haber prejuzgado, como sería el caso si alguna vez la hoy congresista Fujimori llega a ser Presidenta. Pero más fundamentalmente, el indulto en este caso sería una burda invasión a la independencia e imparcialidad del Poder Judicial, un verdadero abuso de poder por parte del Ejecutivo. Mal que les pese a los partidarios de Alberto Fujimori, la sentencia que los agravia se ha dictado como culminación de un juicio ejemplar por la vigencia absoluta de las garantías de defensa en juicio y de debido proceso legal, como el propio defensor de Fujimori ha manifestado.
Indultar a Fujimori por razones políticas y no humanitarias sería un claro ejemplo del ejercicio sultanista del poder magistralmente descrito por Max Weber. Esto alude a la actitud del gobernante que cree que la elección le confiere la suma del poder público y al ejercicio de ese poder en detrimento de otras instituciones y en violación del equilibrio de poderes. El sultanismo tiene muchos antecedentes en América Latina, y en el Perú el más próximo es el del mismo Alberto Fujimori. Al fin y al cabo, los casos de Barrios Altos y La Cantuta, por los que lo acaban de condenar a 25 años de prisión, quedaron en la impunidad cuando Fujimori forzó la adopción de dos leyes de amnistía en el vano intento de tapar la existencia del Grupo Colina y de sus peores atrocidades. El Perú ha sabido superar esa triste etapa de su historia institucional; es de esperar que todo Presidente del Perú en el futuro recuerde esta importante lección.
El reino del descontrol
Un museo contra la insensatez
Para sorpresa de todos, especialmente de algunos de los propios ministros de Estado que habían mostrado exceso de celo en la defensa de la decisión gubernamental, el presidente Alan García corrigió su posición inicial, dio muestras de repentina flexibilidad y resolvió aceptar la donación del Gobierno alemán destinada a crear el Museo de la Memoria.
Conociendo su forma de proceder y estando al tanto de la coyuntura inmediata, puede elucubrarse que pesaron cálculos políticos de mediano o largo alcance. Puede pensarse, por ejemplo, que jugaron un papel las gestiones que venían preparando Lourdes Flores y el Alcalde de San Miguel ante el Gobierno alemán, o las indiscutibles repercusiones internacionales del artículo de Vargas Llosa. Pero, más allá de las interpretaciones sobre las causas, el hecho es que se dio marcha atrás y se aceptó oficialmente la construcción del Museo. Es una buena noticia, una señal de esperanza en la que no primará la insensatez.
Tan importante como la decisión es el hecho de que el Gobierno haya encargado a una comisión independiente la gestión y la puesta en marcha del proyecto del Museo. Porque habría sido un parto de los montes el que hubiese acordado confiar dicha gestión a una comisión política o a un conjunto de instancias oficiales supuestamente representativas, aun de carácter cultural. Ello habría traído consigo, en lo inmediato, el riesgo de distorsionar el sentido del proyecto o, simplemente, de paralizar su ejecución. Nombrar a Mario Vargas Llosa como presidente de dicha comisión es una garantía de independencia, y ello ha quedado demostrado, para empezar, con la elección de los miembros que lo acompañarán. También esto ha desconcertado a los partidarios del Presidente o del Gobierno, que se han apresurado a emitir declaraciones aun más destempladas sobre el futuro de la empresa o sobre la idoneidad de los miembros de la comisión, declaraciones que expresan el grado de distorsión del debate y sirven más bien para descalificar a sus autores.
Lo más saludable, en efecto, es que la decisión del Presidente ha puesto fin a la relevancia política de las declaraciones insensatas en torno al Museo, empezando por las suyas propias. Esto concierne no solo a aquella opinión, de insólito simplismo, que considera que la pobreza de un país está reñida con la construcción de museos —opinión sobre la que Vargas Llosa ha escrito palabras contundentes—, sino también a aquellas otras declaraciones que apuntan, de uno u otro modo, a afirmar que el Museo correría el peligro de expresar una versión sesgada de nuestra historia, como sería la que se halla contenida en el Informe Final de la CVR o incluso en la muestra fotográfica Yuyanapaq del Museo de la Nación.
Esas afirmaciones no solo no corresponden a la verdad (si solo fuese eso, sería imaginable rebatirlas con argumentos o con pruebas), sino que son expresión de un estereotipo ideológico terco y superficial que se resiste a ver y reconocer lo que es obvio. Así son, en realidad, los prejuicios y las anteojeras ideológicas: más fuertes que las verdades, más resistentes que las pruebas. Ni el Informe Final de la CVR ni, mucho menos, la muestra Yuyanapaq, ofrecen una versión de los hechos que sea proclive “a una de las partes”, como tan torpemente expresan sus críticos, mostrando en realidad que son ellos los que se imaginan que la historia se cuenta “de acuerdo con una parte”. Tampoco tiene sentido sostener que esos documentos “no han producido la reconciliación” entre los peruanos, como si ésa hubiese sido su función, y como si, nuevamente, la proliferación de versiones parcializadas fuese a conseguir un resultado que solo se obtendrá cuando todos hagamos el esfuerzo por reconocernos en una historia común.
Por lo mismo, es bueno que se haya creado una comisión independiente para poner en marcha el Museo. Porque lo primero que tendrá que hacer esa comisión es tomar distancia de esta discusión ideológica maniquea y distorsionada. La construcción de un museo no puede depender de disputas políticas ni de intereses ideológicos de corto plazo. Es preciso que la comisión actúe con sensatez. Muchas de las ideas esgrimidas por Mario Vargas Llosa en su defensa del Museo son sencillamente argumentos del sentido común, el cual, por más paradójico que parezca, cuesta mucho hacer valer en nuestro medio, dada la distorsión de las opiniones que se enfrentan en la discusión actual. Es también parte del sentido común que el museo que se construya reúna las condiciones estéticas, museográficas y arquitectónicas propias de una obra de nuestra época, y que la decisión de su construcción no dependa en modo alguno de consideraciones políticas o compromisos de corto alcance. Para ello, la comisión deberá seguramente convocar a un concurso público o tomar alguna medida equivalente, así como solicitar la colaboración de profesionales en la materia, pertenecientes a instituciones de diverso tipo que desde hace años vienen recolectando y procesando documentación que podría ser relevante en un proyecto de esta naturaleza.
El Museo debe tener por finalidad convocar a la comunidad nacional a la rememoración de un periodo doloroso de nuestra historia. Todos los peruanos, no alguna de sus partes, debemos reconocernos en dicho memorial, pues su función primordial es servir de espacio de recogimiento, meditación y reflexión, no de debate ideológico o discusión parcializada. Seguramente el Museo deberá invitar al diálogo o hacer interactuar a sus visitantes, pero siempre en el marco de la experiencia primera y fundamental de estar evocando un compromiso emocional y solidario de sus visitantes.
Inicialmente, el donativo para la construcción del Museo estaba ligado a un proyecto arquitectónico de Luis Longhi en torno al monumento “El ojo que llora” de Lika Mutal. La comisión deberá tener en cuenta esta circunstancia. Personalmente, creo que el Perú le debe un agradecimiento perenne a Lika Mutal por haber tenido la genialidad y la sabiduría de haber imaginado un monumento de esta naturaleza. Como si hubiese intuido el destino que le estaba reservado, incluidos todos los avatares y los episodios lamentables que siguen ocurriendo en torno a él, Lika Mutal ha construido un hermoso y emblemático monumento que sigue expresando su pesar, sigue llorando, por la incomprensión y las disputas entre los peruanos. Es absurdo, grotesco, sostener que “El ojo que llora” muestra una versión sesgada de la experiencia de la violencia, o que solo consigna el dolor de una de las partes. Pero la insensatez ha hecho suya esa versión y ha convertido el monumento en emblema del conflicto, en parte de la historia misma de la violencia en el Perú, reactualizando continuamente el sentido de la obra y el nombre que lleva.
La precariedad de las condiciones políticas de nuestro país nos hace tener motivos para temer, naturalmente, sobre cuál será el destino definitivo del Museo de la Memoria. La comisión tiene la difícil tarea de hacer posible que el proyecto a su cargo sea no solo un memorial de solidaridad con las víctimas de la violencia y un espacio de evocación de las fuerzas más positivas de nuestra historia, sino también de que el Museo se convierta en una obra emblemática contra la insensatez y la irresponsabilidad.
Noticias Censuradas (VII): España investiga al juez federal que ordenó torturas del Pentágono, el gobierno de Obama podría ser “cómplice de Torturas”
